domingo, 25 de mayo de 2025

EL TORO ÍBERO DE AZAILA (Dibujos arqueológicos XL)


Si hay un hilo conductor del espíritu heroico y de la identidad popular mediterránea, sin duda es el toro. También fue así para los íberos del oppidum del Cabezo de Alcalá en Azaila (Teruel), que le rendían culto en el santuario que daba la bienvenida y reclamaba veneración a quienes llegaban a la ciudad. Con su actitud desafiante parecía reclamar el trono del panteón de los íberos sedetanos que la habitaron, resistiéndose a ser reemplazado por los dioses de los conquistadores romanos.

Azaila, la Massada ibérica


 

martes, 13 de mayo de 2025

AZAILA, LA MASSADA IBÉRICA (Tras las huellas de César XXXIV)

 


El yacimiento del Cabezo de Alcalá, junto al pueblo turolense de Azailaera una antigua asignatura pendiente para un amante de los íberos como yo. Quien haya visto una fotografía aérea del oppidum que corona el cerro, con su estructura de calles, muros y defensas asemejándose al esqueleto de un pez de dimensiones geológicas, apunta de inmediato la visita en la lista de deberes impostergables.

Si elegí Azaila para incorporarla a mis pesquisas sobre César fue porque John S. Richardson, en su «La Hispania romana», declara con rotundidad: «Azaila poseía edificios de estilo romano en la época de su destrucción, acaecida probablemente durante el sitio de Ilerda». Pero el consenso científico actual afirma que la ciudad,  cuyo nombre no es desconocido, fue asediada y destruida entre el 74 y 72 a. e. c., durante la guerra de Sartorio. Una vez más Sertorio, Pompeyo y César ven cómo se entrecruzan sus pasos, planteando a menudo rastros ambiguos que confunden al viajero.

Nuestro conocimiento sobre el oppidum no ha dejado de crecer desde las excavaciones pioneras de Juan Cabré en 1919. Hoy sabemos que el ejército que la asedió la circunvaló con un terraplén coronado por una empalizada y un foso, y que finalmente necesitó construir una rampa de asalto que permitió superar las murallas de la ciudad para acceder a su interior. Lo que no sabemos aún es qué posición ocupó cada bando, y si el comandante que dirigió el asedio fue Quinto Sertorio, Quinto Cecilio Pío o el mismísimo Pompeyo Magno.

Visito el Cabezo de Alcalá en un domingo de comienzos de marzo. Llovizna y hace un aire helado que desmiente la impronta primaveral que un tapiz de flores amarillas confiere a los campos. De una caseta de recepción de visitantes sale a mi encuentro un guarda que se presenta como Álvaro. Conversamos unos minutos mientras me descargo la audioguía y pago la entrada (en efectivo, porque «aquí no tenemos ni electricidad, somos como los íberos».). Alvaro me explica que en el yacimiento no se ha excavado desde 2008, pero que es posible que los trabajos se reanuden el verano próximo. La misma historia se repite en todos estos parajes agrestes y solitarios que un día habitaron los antiguos.

Comienzo la visita y de inmediato me atrapa el poder evocador del lugar. Las estructuras defensivas que ciñen el cabezo, con fosos y largos lienzos de muralla reconstruidos en muchos puntos, son impresionantes. Dejo atrás los restos de la rampa de asalto —entre los cuales Juan Cabré halló un espectacular túmulo- y una espectacular cisterna forrada de piedra y accedo a la ciudad por una vía pavimentada en la que se aprecian las rodadas de los carros, y que va a darse de bruces con un templo in antis. El recinto cuenta con un altar en el que se encontró el célebre toro de bronce de Azaila y un impactante conjunto escultórico íbero-romano que se exhibe en el MAN. En el suelo se distingue una incongruente inscripción de cuando se acantonaron en el lugar tropas republicanas durante la guerra civil: «VIVA CNT». En todas las épocas ha habido el mismo instinto bárbaro de dejar las huellas de nuestra existencia efímera a costa del patrimonio.

Continuó recorriendo las calles y me admira la calidad de los pavimentos y del trazado urbano, en el que se combinan los rasgos ibéricos con los romanos. Es evidente que la guerra puso un fin abrupto a un acelerado proceso de romanización, en el que las élites íberas habían abrazado la forma de vida de los conquistadores, como demuestran las termas, de las más antiguas de España, que se han excavado en el barrio extramuros. Me acerco al punto por el que finalmente se produjo el ataque decisivo; la audioguía hace un vívido relato de cómo se produjeron los últimos compases del asedio. «Tómense un momento y miren el paisaje. Imaginen la ciudad, totalmente rodeada por un talud de tierra coronado por una empanizada de madera con un foso hacia el interior. Imaginen al ejército enemigo, esperando la orden de asalto final y a los defensores, disparando con todo lo que tuviesen y apagando los incendios dentro de la ciudad. […] Tras las almenas, los defensores veían cómo, poco a poco, día a día, el enemigo se iba acercando con la rampa de asalto. […] Imagínenselo. Por más que les arrojasen flechas, proyectiles de plomo con hondas, proyectiles de catapulta, nada, seguían acercándose. Los defensores se preparan para el asalto y construyeron barricadas en las calles. Cabré encontró dos. […] Los defensores habían decidido defenderse hasta el final, no había lugar a la rendición. […] Parece que en la ciudad decidieron morir matando y se prepararon para una lucha por las calles, casa por casa, en cada rincón de la ciudad. Terrible». El empeño de la voz que escucho en el auricular por devolverme a los gritos y el furor de la batalla produce un contraste difícil de encajar con la inmensa calma que me circunda. Los ecos de la guerra de antaño son como un recordatorio de que a menudo los hombres son víctimas de sus propias pesadillas. Los fantasmas de esas pesadillas siguen habitando en las piedras antiguas, cuando se nos indica donde mirar.

Desde la necrópolis íbera, a las afueras de la ciudad, me giro para echar una última mirada antes de emprender el regreso. Contemplo los restos de la rampa (agger) y recuerdo que esa misma fue la técnica que utilizó Lucio Flavio Silva, en el 73 e. c. para rendir a la obstinada Massada hebrea, que ha pasado a la historia como un ejemplo universal de resistencia numantina. Resulta que nosotros tenemos nuestra propia Massada ibérica, y ni siquiera conocemos su nombre. Ojalá un día no muy lejano salga de su anonimato.















































lunes, 21 de abril de 2025

EL SANTUARIO DE LOS BETILOS DE ELVIÑA (Dibujos Arqueológicos XXXIX)

 


El santuario de los betilos del castro ártabro de Elviña es una granítica evidencia de la fuerte influencia fenicia en el norte de la fachada atlántica de la Península antes de que llegara hasta allí Julio César y, con él, el dominio romano. Ya antes del siglo I a. e. c. las rutas comerciales con origen en Gadir habían impregnado de espiritualidad oriental a aquellos remotos pueblos célticos.





martes, 15 de abril de 2025

COLONIA LÉPIDA, COLONIA CELSA (Tras las huellas de Julio César XXXIII)

 


En las Eras de Velilla de Ebro, 66 kilómetros río abajo desde Zaragoza, las ruinas de la colonia Celsa llevan casi dos milenios contando en silencio su propia historia sobre los avatares de la fortuna. Hubo un tiempo en que fue la gran urbe dominadora del curso medio del Ebro, y hoy es una ruina que apenas despierta el interés de las instituciones y de contados visitantes. Por el contrario, la advenediza que llegó para disputarle la preeminencia, Caesaraugusta, fue metamorfoseándose para dar lugar a la musulmana Saraqusta y, finalmente, a la Zaragoza de nuestros días, con sus setecientos mil habitantes y la contagiosa vitalidad que me recibe en sus calles cuando salgo a pasearlas el viernes por la noche.

Celsa fue, como lo somos todos, víctima de las vicisitudes de su tiempo. Como próspero oppidum ilergete, Kelse se adentró en el siglo I a. C. acuñando su propia moneda y disfrutando de su posición estratégica en el valle del gran río. Pero de pronto apareció Sertorio, y después Pompeyo, y Kelse se encontró envuelta en un conflicto que excedía con mucho su comprensión del mundo. Cometió, además, el error de alinearse con Pompeyo—en aquella época, la neutralidad no era una opción—, y sufrió las iras de Sertorio primero y, años después, en la siguiente guerra civil romana, las de Julio César, al persistir en su profesión de fe pompeyana.

El caso es que, tras su victoria en Ilerda, César encomendó a Marco Emilio Lépido, gobernador de Hispania Citerior y partidario suyo desde años atrás, la fundación de una colonia en el emplazamiento de la obstinadamente pompeyana ciudad íbera, por medio de una deductio que erradicara el nombre y la identidad original. Con el patronazgo de Lépido y su situación estratégica, la colonia creció hasta crear una próspera comunidad con cinco mil habitantes censados, epicentro del comercio en un territorio vivificado por la arteria de comunicación del río y la organización romana. El cielo parecía despejado hasta que en 36 a. C., Augusto, dueño absoluto ya de la política romana, excluyó a Lépido de la ecuación del triunvirato y lo envió al destierro. Aplicando al principio de que «donde las dan las toman», Augusto decidió aplicar su propia damnatio memoria y eliminó el nombre de Lépido del de la colonia, recuperando ésta la antigua denominación ilergete, romanizada como Celsa. Además, andando el tiempo, Augusto comenzó a favorecer a su «niña bonita», la nueva ciudad de Caesaraugusta, fundada en 16 a. e. c., que adquirió de ese modo una ventaja imbatible en la carrera por la hegemonía en el valle del Ebro.

La colonia Celsa aún conoció décadas de prosperidad, recibiendo nuevos colonos en tiempos de Tiberio e incluso expandiendo el casco urbano en los de Calígula y Claudio. Sin embargo, los síntomas de la decadencia comenzaron a hacerse notar; la emisión de moneda cesó en el año 41, y la desocupación de ciertas calles se generalizó en tiempos de Nerón, hasta llegar al abandono total de la ciudad tras las turbulencias del año 68. La colonia romana había vivido durante poco más de un siglo. 

***

 Antes de visitar las ruinas de Celsa es imperativo pasarse por el Museo de la Colonia Celsa, situado en una nave a las afueras del pueblo. Allí me reciben Natalia y Carlos, con la cálida cordialidad de quienes agradecen al visitante que se haya tomado la molestia de ir a conocerlos. Yo les respondo a mi vez con la gratitud de quien ve en ellos a los custodios de una llama frágil e imprescindible. El museo es una sede del de Zaragoza y se abrió al público en 1986; conserva intacto el interés, pero se diría que no ha recibido mucha inversión desde entonces. Carlos confirma la impresión de declive del lugar: «Cuando se abrió venían miles de personas al año; ahora solo unos cientos. Yo llevo aquí desde la apertura y ya pronto me jubilo, si no fuera por Natalia y la asociación no sé qué sería de esto».

Natalia forma parte de la asociación «Los trabajos de Hércules», bautizada así en honor de algunas de las pinturas más notables halladas en el yacimiento, que representan precisamente dos episodios de los trabajos del héroe, y que están expuestas en el museo. La asociación la constituyen seis mujeres del pueblo, la alcaldesa incluida, que se esfuerzan por compensar, a base de trabajo voluntario y entusiasmo, el declinante apoyo de las administraciones.

—Organizamos lo que podemos—explica Natalia—: visitas escolares, teatralizaciones… A principios de junio celebraremos «Las nonas de junio», una gran fiesta romana, ¡no te la pierdas! Nos caracterizamos de romanas y viene mucha gente.

Como me ha ocurrido en tantos otros lugares, me quito el sombrero ante este tenaz compromiso de la gente de los pueblos, mujeres, sobre todo, que se empeñan en mantener vivas y alerta a sus comunidades. Lo que es hercúleo es el trabajo que llevan haciendo Natalia y sus compañeras de asociación desde hace doce años.

Las excavaciones en el yacimiento comenzaron en 1976, después de que la acometida de las conducciones de agua corriente al pueblo sacara a la luz importante restos de la antigua ciudad romana. No es que fuera una sorpresa, porque restos venían saliendo a la superficie desde el siglo XVIII en las Eras de Velilla. Les pregunto a mis anfitriones si continúan las campañas y Carlos sacude a la cabeza con pesadumbre.

—Quitando algo que hizo una escuela taller hace tres o cuatro años, aquí no se excava desde que abrió el museo. Antes había un guarda permanente y ahora ni eso; el que hay se ocupa de toda la comarca y viene una vez al mes. Es una pena. Si el yacimiento está más o menos atendido, es por el trabajo de la asociación.

—Bueno—tercia Natalia, que parece aquejada de un optimismo incurable—, al menos se están haciendo las excavaciones en la plaza. Se pusieron a arreglarla y han aparecido los restos del antiguo foro.

Acompañado por la amabilidad de mis anfitriones, recorro el museo. En una veintena de vitrinas se ofrece un vívido retrato de la antigua Celsa. Me detengo aquí y allá: en el ánfora que un día trajo a este rincón de la Citerior gárum gadirita; en la inscripción funeraria que Memmio Clado consagró a su amada, la liberta Cornelia; en el polos o cuadrante solar, una suerte de reloj portátil grabado en yeso; en el frágil esqueleto que da cuenta de los enterramientos infantiles bajo el suelo de las viviendas.

Me despido de Natalia y Carlos y me llevó sus indicaciones para la visita del yacimiento. Ella me señala sobre el mapa los puntos que no puedo dejar de ver y me recuerda, mientras me acompaña hacia el taxi:

—¡Y quién sabe lo que queda por descubrir! El terminus de la colonia tenía 44 hectáreas, y de la ciudad tan solo se ha excavado el diez por ciento. Aún no se han encontrado ni las termas, ni los edificios de culto. Se cree que había tres templos, tal vez allá arriba, bajo la ermita de San José.

Paso la siguiente hora recorriendo los vestigios de Celsa. La ciudad impresiona por lo que está la vista y más aún, tal y como dijo Natalia, por lo que permanece oculto bajo la tierra cubierta de arbustos. Paseo por el mercado (macellum), por un restaurante (popina), por una panadería (pistrinum). Me impresionan las avenidas pavimentadas, de seis metros de ancho, flanqueadas por impecables aceras. En las losas de la calzada se distinguen las rodadas del tráfico carretero de hace dos mil años. En los espacios aún por excavar se alzan construcciones agrícolas en diversos grados de ruina. Parece mejor conservada la milenaria calzada romana que esas frágiles estructuras de canto, adobe y ladrillo de nuestros días. Allá abajo, en el fondo del valle, el río titila como una cinta de mercurio. Regreso hacia el taxi lamentando no poder ver los mosaicos, que fueron cubiertos de nuevo tras su descubrimiento. Es como un acto de tacañería divina, como si solo nos hubiera sido dado a los humanos de hoy contemplar su belleza durante un breve paréntesis entre los siglos.

Antes de regresar a Zaragoza, me paso a ver las obras de la plaza de España, en el centro del pueblo. En el cráter central de la plaza han aflorado imponentes estructuras de hormigón y sillería que se relacionan con el foro de la ciudad. Salta a la vista que este pueblecito de doscientos habitantes, con su pasado legendario y sus mujeres valientes, está íntegramente construido sobre la antigua colonia Lépida, o colonia Celsa, que en su auge, su mudanza y su caída nos da testimonio de lo inciertos y mutables que son los asuntos humanos. Todo va a desaparecer, y por eso mismo todo merece ser disfrutado.




















































domingo, 6 de abril de 2025

JULIO CÉSAR Y FELIPE II UNIDOS EN LAS ALTURAS (Dibujos Arqueológicos XXXVIII)

 


Julio César ha sido visto como la encarnación del poder por antonomasia, como un icono para los imperios de Occidente en los tiempos modernos. El mismísimo Felipe II se rindió a los encantos cesarianos, haciéndose representar como el general romano en la estatua que se dedicó a sí mismo en 1574, coronando una de las columnas de la sevillana Alameda de Hércules





lunes, 24 de marzo de 2025

CAESAROBRIGA A ORILLAS DEL TAGUS (Tras las huellas de Julio César XXXII)

 



A finales del pasado otoño, Ángela y yo visitamos la localidad que, en su origen, llevaba el cognomen de Julio César en su denominación, completada por el sufijo céltico indicativo de ciudad. Me refiero a Caesarobriga, que andando el tiempo acabaría siendo conocida como Talavera de la Reina, situada en la margen derecha del río Tajo. Talavera tiene abundantes atractivos para merecer una visita, aunque es verdad que los vestigios de su pasado romano son más bien escasos.

Comenzamos el recorrido por la emblemática Plaza del Pan, donde debió situarse el antiguo foro romano y hoy se alzan algunos de los principales edificios históricos de la ciudad, como la magnífica Colegiata de Santa María y el renacentista Hospital de la Misericordia, convertido en nuestros días en centro cultural. Es en los cimientos de éste donde se han hallado los mejores restos de la antigua ciudad romana, que han sido perfectamente acondicionados por el ayuntamiento para su visita.

En ningún otro lugar de Talavera puede sentirse uno tan en Caesarobriga como en este sótano que muestra, a la luz fantasmal de los focos, los restos de varias domus, calles, pozos y canalizaciones de agua y dos pequeños templos simétricos de los que se conserva parte del pódium y los cimientos, consagrados a Júpiter y el culto imperial. Es un espacio recogido, secreto, con atmósfera de santuario, a la que pone un contrapunto incongruente y festivo el alboroto de las jotas con las que ensaya sus bailes un grupo folclórico infantil en el salón de actos que está sobre nosotros.

Un panel informativo explica que la ciudad de Caesarobriga tomó su hombre del campamento que estableció César en el lugar, durante su campaña contra los carpetanos, aunque la fundación como ciudad debe ser de época augustea, así como su población con indígenas expulsados de poblados próximos, como los de Arroyo Manzanas y el Raso de Candeleda. A este último, situado en un espectacular enclave en territorio vetón, condujeron los pasos de este viajero años atrás cuando perseguía las huellas de Aníbal Barca. Qué mala fortuna tuvieron los vetones de El Raso; en el transcurso de unas pocas generaciones les tocó vérselas con Aníbal y con Julio César, y con los dos salieron igualmente mal parados.

Tradicionalmente Talavera se ha identificado con la ciudad de Aebura, en cuyas inmediaciones, según Tito Livio, Quinto Fulvio Flaco estableció su campamento en 181 a. C., cuando llevaba a cabo una campaña contra una coalición de pueblos indígenas. Seguramente el nombre evolucionó después hasta el del Líbora, que es citado por el geógrafo Ptolomeo como correspondiente a una ciudad situada entre Toletum y Augustobriga. El hallazgo de restos de cerámica celtíbera en el subsuelo del ayuntamiento apoya la idea de la existencia de un asentamiento prerromano en Talavera anterior a la fundación de Caesarobriga. Las evidencias arqueológicas sitúan a la primitiva ciudad romana en el interior del primer recinto de murallas que ha llegado hasta la actualidad, aunque los tramos de lienzos de estas que se mantienen en pie, contribuyendo a la original fisonomía de Talavera, sean un mosaico de parches de época tardorromana, medieval, árabe y moderna, con elementos tan vistosos y característicos como sus Torres Albarranas. Caminando por las calles de la ciudad junto a sus murallas, es fácil imaginar la Caesarobriga de hace dos milenios, al abrigo de su protección amurallada de 1,6 kilómetros, dominando al estratégico puente sobre el río Tagus de la vía que conducía de Emérita Augusta a Caesaraugusta.

Y es precisamente ahí, en el puente sobre el Tagus, donde va a concluir nuestra visita. Sin ánimo de echarle a nadie encima un jarro de agua fría, debo empezar diciendo que, lo que se conoce orgullosamente en Talavera como Puente Romano, es en realidad, en su mayor parte, medieval, habiendo sufrido en su larguísima historia múltiples reconstrucciones y reformas, como es habitual en los testigos pétreos de las vicisitudes de nuestras ciudades. Del siglo XIII es, por ejemplo, el sorprendente quiebro que hace el puente en mitad del cauce del río, correspondiendo al siglo XV el aspecto actual general de la espectacular construcción. Romano, lo que se dice romano, no son sino los cimientos del primer tramo del puente, el más próximo a la ciudad, que no son visibles por encontrarse bajo el nivel del agua.

Pero eso no le quita su encanto a pasear por la venerable estructura del puente al atardecer, sintiendo fluir bajo los pies las aguas de un río Tajo cuya anchura en este punto parece propia de parajes con abundancias hidrológicas mayores que las peninsulares. Se respira una calma solemne e intemporal. El agua tiene un color legamoso sobre el que contrasta el moteado blanco y brillante de una bandada de cisnes y patos que se deslizan indolentes por su superficie. En la ribera, las espículas emplumadas del cañaveral se mecen como si bailaran al ritmo de un compás secreto marcado por la brisa. Más allá, las murallas y las elevadas estructuras de las iglesias dibujan el perfil de Talavera, ciudad de carpetanos y vetones, de romanos y visigodos, de árabes y cristianos. La impronta aún viva de Caesarobriga, ciudad de César. 


Apenas cuatro meses después de nuestra visita, el domingo 23 de marzo de 2025, las aguas del Tajo alcanzaron un caudal de récord al pasar por los ojos del viejo puente de Talavedra: mil metros cúbicos por segundo. Era el resultado de tres semanas de lluvias ininterrumpidas, el mayor episodio de precipitaciones registrado en el centro de la península en 135 años (¡si hasta nuestro humilde Manzanares se embraveció y anduvo días amenazando con desbordarse!). Las consecuencias para el puente talaverano fueron nefastas: los dos tramos centrales colapsaron, perdiéndose uno de ellos enteramente bajo las aguas turbulentas. Por primera vez en su historia la venerable infraestructura se convertía en noticia de portada de periódicos e informativos televisivos. Los ciudadanos que respondían a las preguntas de los periodistas mostraban el pesar de quien ha perdido un ser querido. Es, simplemente, un capítulo más de una historia que no deja de repetirse: la batalla entre los puentes y los ríos. Si se deja pasar el tiempo suficiente, el agua siempre le gana a partida a la piedra.