sábado, 14 de junio de 2025

VEINTE AÑOS DE HISLIBRIS


En cierto momento de la vida, da la sensación de que empiezan a acumularse las efemérides. Debe ser consecuencia de ir cumpliendo años y de que haya -si la vida nos sonríe- cada vez más cosas que conmemorar y celebrar. La ocasión más feliz es cuando lo que hay que celebrar es la amistad. 

Este año Hislibris ha cumplido su XX aniversario. Si no sabéis lo que es Hislibris es que sois recién llegados a esta República de las Letras. Hislibris es una comunidad de buena gente que está dispuesta a tomarse la molestia para defender con uñas y dientes un espacio de respeto y camaradería en el que compartir el amor por los libros de historia, los libros con historia, como reza su lema. Hislibris es, en palabras de Pilar González Serrano, un insólito rescoldo, de cuando el espíritu griego regía la curiosidad y la convivencia. 

Este año Hislibris ha cumplido 20 años y lo ha hecho celebrando sus XIII Encuentros anuales, una ocasión en la que se han compartido generosamente -como en las anteriores- libros, risas, abrazos y conversaciones sin fin. Si estáis atentos, podéis leer en su web crónicas más autorizadas que la mía. Por mi parte, me limito a desear que el próximo año nos reunamos de nuevo y que en estas fotografías con sabor a Carpe diem aparezcan nuevos hislibreños que vengan a sumarse a los de siempre. 

Vale.









































jueves, 12 de junio de 2025

EL CULTO ÍBERO-ROMANO DE AZAILA EN EL MAN (Tras las huellas de César XXXV)

 


Tras la visita al oppidum de Cabezo de Alcalá en Azaila (Teruel), me pareció obligatorio pasarme por el MAN para echar un vistazo a los vestigios del culto que se profesaba en el santuario in antis, o de acceso a la ciudad, en el momento de su destrucción. Curiosamente, están en dos secciones diferentes del museo. Por un lado, en la sección de las culturas célticas prerromanas, está el magnífico torito de bronce que sirve de símbolo a Azaila. Tiene una actitud orgullosa y desafiante, como si se dispusiera a embestir; hay en él una combinación de aires minoicos, mediterráneos, junto con una premonición de las figuras de tauromaquia de su paisano Francisco de Goya. Según la cartela de la vitrina, pertenece a una «cultura céltica iberizada» del siglo II a. e. c., y «encarnaría a las fuerzas propiciatorias de la fecundidad, necesarias para la supervivencia de cosechas, animales y población». De su cuello cuelga un asa de caldero a modo de yugo. Me resultó tan fascinante que dediqué un buen rato a dibujarlo.

Sin embargo, para contemplar el llamado «conjunto escultórico de Azaila» hay que avanzar hasta las vitrinas que abordan la romanización. Se trata de una serie, a tamaño natural, de piezas de bronce que permite reconstruir una escena de culto, de tradición indoeuropea, a un jefe indígena. El hombre, que sujeta la rienda de un caballo mientras una divinidad femenina coloca una corona sobre su cabeza, está «heroizado» en conmemoración de sus hazañas militares. Las piezas están realizadas con la técnica de la cera perdida y son de una extraordinaria calidad; destacan, en particular, los dos bustos, tocados con peinados que reproducen con gran detalle la moda vigente en Roma a comienzos del siglo I a. e. c. Impresiona imaginar el efecto que produciría en los recién llegados a la ciudad la escena de exaltación heroica del linaje que la gobernaba. El mensaje estaba bien claro: que sepan todos que nuestro poder se basa en la legitimidad de nuestras propias tradiciones y en nuestra capacidad de apropiarnos de los signos de autoridad militar y cultural de los romanos.

Lástima que la fórmula no estuviera llamada, en el caso de Azaila, a ser duradera. Los habitantes de la orgullosa ciudad habían pasado por alto que siempre pueden aparecer otros romanos, más poderosos aún que nuestros romanos, dispuestos a hacer pagar a sangre y fuego la elección del bando equivocado. Aunque para ello tuvieran que construir la formidable rampa reproducida a escala en la vitrina contigua. El genio romano siempre es capaz de ir más allá de lo imaginable, para crear ciudades, o para destruirlas.























domingo, 25 de mayo de 2025

EL TORO ÍBERO DE AZAILA (Dibujos arqueológicos XL)


Si hay un hilo conductor del espíritu heroico y de la identidad popular mediterránea, sin duda es el toro. También fue así para los íberos del oppidum del Cabezo de Alcalá en Azaila (Teruel), que le rendían culto en el santuario que daba la bienvenida y reclamaba veneración a quienes llegaban a la ciudad. Con su actitud desafiante parecía reclamar el trono del panteón de los íberos sedetanos que la habitaron, resistiéndose a ser reemplazado por los dioses de los conquistadores romanos.

Azaila, la Massada ibérica


 

martes, 13 de mayo de 2025

AZAILA, LA MASSADA IBÉRICA (Tras las huellas de César XXXIV)

 


El yacimiento del Cabezo de Alcalá, junto al pueblo turolense de Azailaera una antigua asignatura pendiente para un amante de los íberos como yo. Quien haya visto una fotografía aérea del oppidum que corona el cerro, con su estructura de calles, muros y defensas asemejándose al esqueleto de un pez de dimensiones geológicas, apunta de inmediato la visita en la lista de deberes impostergables.

Si elegí Azaila para incorporarla a mis pesquisas sobre César fue porque John S. Richardson, en su «La Hispania romana», declara con rotundidad: «Azaila poseía edificios de estilo romano en la época de su destrucción, acaecida probablemente durante el sitio de Ilerda». Pero el consenso científico actual afirma que la ciudad,  cuyo nombre no es desconocido, fue asediada y destruida entre el 74 y 72 a. e. c., durante la guerra de Sartorio. Una vez más Sertorio, Pompeyo y César ven cómo se entrecruzan sus pasos, planteando a menudo rastros ambiguos que confunden al viajero.

Nuestro conocimiento sobre el oppidum no ha dejado de crecer desde las excavaciones pioneras de Juan Cabré en 1919. Hoy sabemos que el ejército que la asedió la circunvaló con un terraplén coronado por una empalizada y un foso, y que finalmente necesitó construir una rampa de asalto que permitió superar las murallas de la ciudad para acceder a su interior. Lo que no sabemos aún es qué posición ocupó cada bando, y si el comandante que dirigió el asedio fue Quinto Sertorio, Quinto Cecilio Pío o el mismísimo Pompeyo Magno.

Visito el Cabezo de Alcalá en un domingo de comienzos de marzo. Llovizna y hace un aire helado que desmiente la impronta primaveral que un tapiz de flores amarillas confiere a los campos. De una caseta de recepción de visitantes sale a mi encuentro un guarda que se presenta como Álvaro. Conversamos unos minutos mientras me descargo la audioguía y pago la entrada (en efectivo, porque «aquí no tenemos ni electricidad, somos como los íberos».). Alvaro me explica que en el yacimiento no se ha excavado desde 2008, pero que es posible que los trabajos se reanuden el verano próximo. La misma historia se repite en todos estos parajes agrestes y solitarios que un día habitaron los antiguos.

Comienzo la visita y de inmediato me atrapa el poder evocador del lugar. Las estructuras defensivas que ciñen el cabezo, con fosos y largos lienzos de muralla reconstruidos en muchos puntos, son impresionantes. Dejo atrás los restos de la rampa de asalto —entre los cuales Juan Cabré halló un espectacular túmulo- y una espectacular cisterna forrada de piedra y accedo a la ciudad por una vía pavimentada en la que se aprecian las rodadas de los carros, y que va a darse de bruces con un templo in antis. El recinto cuenta con un altar en el que se encontró el célebre toro de bronce de Azaila y un impactante conjunto escultórico íbero-romano que se exhibe en el MAN. En el suelo se distingue una incongruente inscripción de cuando se acantonaron en el lugar tropas republicanas durante la guerra civil: «VIVA CNT». En todas las épocas ha habido el mismo instinto bárbaro de dejar las huellas de nuestra existencia efímera a costa del patrimonio.

Continuó recorriendo las calles y me admira la calidad de los pavimentos y del trazado urbano, en el que se combinan los rasgos ibéricos con los romanos. Es evidente que la guerra puso un fin abrupto a un acelerado proceso de romanización, en el que las élites íberas habían abrazado la forma de vida de los conquistadores, como demuestran las termas, de las más antiguas de España, que se han excavado en el barrio extramuros. Me acerco al punto por el que finalmente se produjo el ataque decisivo; la audioguía hace un vívido relato de cómo se produjeron los últimos compases del asedio. «Tómense un momento y miren el paisaje. Imaginen la ciudad, totalmente rodeada por un talud de tierra coronado por una empanizada de madera con un foso hacia el interior. Imaginen al ejército enemigo, esperando la orden de asalto final y a los defensores, disparando con todo lo que tuviesen y apagando los incendios dentro de la ciudad. […] Tras las almenas, los defensores veían cómo, poco a poco, día a día, el enemigo se iba acercando con la rampa de asalto. […] Imagínenselo. Por más que les arrojasen flechas, proyectiles de plomo con hondas, proyectiles de catapulta, nada, seguían acercándose. Los defensores se preparan para el asalto y construyeron barricadas en las calles. Cabré encontró dos. […] Los defensores habían decidido defenderse hasta el final, no había lugar a la rendición. […] Parece que en la ciudad decidieron morir matando y se prepararon para una lucha por las calles, casa por casa, en cada rincón de la ciudad. Terrible». El empeño de la voz que escucho en el auricular por devolverme a los gritos y el furor de la batalla produce un contraste difícil de encajar con la inmensa calma que me circunda. Los ecos de la guerra de antaño son como un recordatorio de que a menudo los hombres son víctimas de sus propias pesadillas. Los fantasmas de esas pesadillas siguen habitando en las piedras antiguas, cuando se nos indica donde mirar.

Desde la necrópolis íbera, a las afueras de la ciudad, me giro para echar una última mirada antes de emprender el regreso. Contemplo los restos de la rampa (agger) y recuerdo que esa misma fue la técnica que utilizó Lucio Flavio Silva, en el 73 e. c. para rendir a la obstinada Massada hebrea, que ha pasado a la historia como un ejemplo universal de resistencia numantina. Resulta que nosotros tenemos nuestra propia Massada ibérica, y ni siquiera conocemos su nombre. Ojalá un día no muy lejano salga de su anonimato.















































lunes, 21 de abril de 2025

EL SANTUARIO DE LOS BETILOS DE ELVIÑA (Dibujos Arqueológicos XXXIX)

 


El santuario de los betilos del castro ártabro de Elviña es una granítica evidencia de la fuerte influencia fenicia en el norte de la fachada atlántica de la Península antes de que llegara hasta allí Julio César y, con él, el dominio romano. Ya antes del siglo I a. e. c. las rutas comerciales con origen en Gadir habían impregnado de espiritualidad oriental a aquellos remotos pueblos célticos.





martes, 15 de abril de 2025

COLONIA LÉPIDA, COLONIA CELSA (Tras las huellas de Julio César XXXIII)

 


En las Eras de Velilla de Ebro, 66 kilómetros río abajo desde Zaragoza, las ruinas de la colonia Celsa llevan casi dos milenios contando en silencio su propia historia sobre los avatares de la fortuna. Hubo un tiempo en que fue la gran urbe dominadora del curso medio del Ebro, y hoy es una ruina que apenas despierta el interés de las instituciones y de contados visitantes. Por el contrario, la advenediza que llegó para disputarle la preeminencia, Caesaraugusta, fue metamorfoseándose para dar lugar a la musulmana Saraqusta y, finalmente, a la Zaragoza de nuestros días, con sus setecientos mil habitantes y la contagiosa vitalidad que me recibe en sus calles cuando salgo a pasearlas el viernes por la noche.

Celsa fue, como lo somos todos, víctima de las vicisitudes de su tiempo. Como próspero oppidum ilergete, Kelse se adentró en el siglo I a. C. acuñando su propia moneda y disfrutando de su posición estratégica en el valle del gran río. Pero de pronto apareció Sertorio, y después Pompeyo, y Kelse se encontró envuelta en un conflicto que excedía con mucho su comprensión del mundo. Cometió, además, el error de alinearse con Pompeyo—en aquella época, la neutralidad no era una opción—, y sufrió las iras de Sertorio primero y, años después, en la siguiente guerra civil romana, las de Julio César, al persistir en su profesión de fe pompeyana.

El caso es que, tras su victoria en Ilerda, César encomendó a Marco Emilio Lépido, gobernador de Hispania Citerior y partidario suyo desde años atrás, la fundación de una colonia en el emplazamiento de la obstinadamente pompeyana ciudad íbera, por medio de una deductio que erradicara el nombre y la identidad original. Con el patronazgo de Lépido y su situación estratégica, la colonia creció hasta crear una próspera comunidad con cinco mil habitantes censados, epicentro del comercio en un territorio vivificado por la arteria de comunicación del río y la organización romana. El cielo parecía despejado hasta que en 36 a. C., Augusto, dueño absoluto ya de la política romana, excluyó a Lépido de la ecuación del triunvirato y lo envió al destierro. Aplicando al principio de que «donde las dan las toman», Augusto decidió aplicar su propia damnatio memoria y eliminó el nombre de Lépido del de la colonia, recuperando ésta la antigua denominación ilergete, romanizada como Celsa. Además, andando el tiempo, Augusto comenzó a favorecer a su «niña bonita», la nueva ciudad de Caesaraugusta, fundada en 16 a. e. c., que adquirió de ese modo una ventaja imbatible en la carrera por la hegemonía en el valle del Ebro.

La colonia Celsa aún conoció décadas de prosperidad, recibiendo nuevos colonos en tiempos de Tiberio e incluso expandiendo el casco urbano en los de Calígula y Claudio. Sin embargo, los síntomas de la decadencia comenzaron a hacerse notar; la emisión de moneda cesó en el año 41, y la desocupación de ciertas calles se generalizó en tiempos de Nerón, hasta llegar al abandono total de la ciudad tras las turbulencias del año 68. La colonia romana había vivido durante poco más de un siglo. 

***

 Antes de visitar las ruinas de Celsa es imperativo pasarse por el Museo de la Colonia Celsa, situado en una nave a las afueras del pueblo. Allí me reciben Natalia y Carlos, con la cálida cordialidad de quienes agradecen al visitante que se haya tomado la molestia de ir a conocerlos. Yo les respondo a mi vez con la gratitud de quien ve en ellos a los custodios de una llama frágil e imprescindible. El museo es una sede del de Zaragoza y se abrió al público en 1986; conserva intacto el interés, pero se diría que no ha recibido mucha inversión desde entonces. Carlos confirma la impresión de declive del lugar: «Cuando se abrió venían miles de personas al año; ahora solo unos cientos. Yo llevo aquí desde la apertura y ya pronto me jubilo, si no fuera por Natalia y la asociación no sé qué sería de esto».

Natalia forma parte de la asociación «Los trabajos de Hércules», bautizada así en honor de algunas de las pinturas más notables halladas en el yacimiento, que representan precisamente dos episodios de los trabajos del héroe, y que están expuestas en el museo. La asociación la constituyen seis mujeres del pueblo, la alcaldesa incluida, que se esfuerzan por compensar, a base de trabajo voluntario y entusiasmo, el declinante apoyo de las administraciones.

—Organizamos lo que podemos—explica Natalia—: visitas escolares, teatralizaciones… A principios de junio celebraremos «Las nonas de junio», una gran fiesta romana, ¡no te la pierdas! Nos caracterizamos de romanas y viene mucha gente.

Como me ha ocurrido en tantos otros lugares, me quito el sombrero ante este tenaz compromiso de la gente de los pueblos, mujeres, sobre todo, que se empeñan en mantener vivas y alerta a sus comunidades. Lo que es hercúleo es el trabajo que llevan haciendo Natalia y sus compañeras de asociación desde hace doce años.

Las excavaciones en el yacimiento comenzaron en 1976, después de que la acometida de las conducciones de agua corriente al pueblo sacara a la luz importante restos de la antigua ciudad romana. No es que fuera una sorpresa, porque restos venían saliendo a la superficie desde el siglo XVIII en las Eras de Velilla. Les pregunto a mis anfitriones si continúan las campañas y Carlos sacude a la cabeza con pesadumbre.

—Quitando algo que hizo una escuela taller hace tres o cuatro años, aquí no se excava desde que abrió el museo. Antes había un guarda permanente y ahora ni eso; el que hay se ocupa de toda la comarca y viene una vez al mes. Es una pena. Si el yacimiento está más o menos atendido, es por el trabajo de la asociación.

—Bueno—tercia Natalia, que parece aquejada de un optimismo incurable—, al menos se están haciendo las excavaciones en la plaza. Se pusieron a arreglarla y han aparecido los restos del antiguo foro.

Acompañado por la amabilidad de mis anfitriones, recorro el museo. En una veintena de vitrinas se ofrece un vívido retrato de la antigua Celsa. Me detengo aquí y allá: en el ánfora que un día trajo a este rincón de la Citerior gárum gadirita; en la inscripción funeraria que Memmio Clado consagró a su amada, la liberta Cornelia; en el polos o cuadrante solar, una suerte de reloj portátil grabado en yeso; en el frágil esqueleto que da cuenta de los enterramientos infantiles bajo el suelo de las viviendas.

Me despido de Natalia y Carlos y me llevó sus indicaciones para la visita del yacimiento. Ella me señala sobre el mapa los puntos que no puedo dejar de ver y me recuerda, mientras me acompaña hacia el taxi:

—¡Y quién sabe lo que queda por descubrir! El terminus de la colonia tenía 44 hectáreas, y de la ciudad tan solo se ha excavado el diez por ciento. Aún no se han encontrado ni las termas, ni los edificios de culto. Se cree que había tres templos, tal vez allá arriba, bajo la ermita de San José.

Paso la siguiente hora recorriendo los vestigios de Celsa. La ciudad impresiona por lo que está la vista y más aún, tal y como dijo Natalia, por lo que permanece oculto bajo la tierra cubierta de arbustos. Paseo por el mercado (macellum), por un restaurante (popina), por una panadería (pistrinum). Me impresionan las avenidas pavimentadas, de seis metros de ancho, flanqueadas por impecables aceras. En las losas de la calzada se distinguen las rodadas del tráfico carretero de hace dos mil años. En los espacios aún por excavar se alzan construcciones agrícolas en diversos grados de ruina. Parece mejor conservada la milenaria calzada romana que esas frágiles estructuras de canto, adobe y ladrillo de nuestros días. Allá abajo, en el fondo del valle, el río titila como una cinta de mercurio. Regreso hacia el taxi lamentando no poder ver los mosaicos, que fueron cubiertos de nuevo tras su descubrimiento. Es como un acto de tacañería divina, como si solo nos hubiera sido dado a los humanos de hoy contemplar su belleza durante un breve paréntesis entre los siglos.

Antes de regresar a Zaragoza, me paso a ver las obras de la plaza de España, en el centro del pueblo. En el cráter central de la plaza han aflorado imponentes estructuras de hormigón y sillería que se relacionan con el foro de la ciudad. Salta a la vista que este pueblecito de doscientos habitantes, con su pasado legendario y sus mujeres valientes, está íntegramente construido sobre la antigua colonia Lépida, o colonia Celsa, que en su auge, su mudanza y su caída nos da testimonio de lo inciertos y mutables que son los asuntos humanos. Todo va a desaparecer, y por eso mismo todo merece ser disfrutado.