sábado, 14 de junio de 2025
VEINTE AÑOS DE HISLIBRIS
jueves, 12 de junio de 2025
EL CULTO ÍBERO-ROMANO DE AZAILA EN EL MAN (Tras las huellas de César XXXV)
Tras la visita al oppidum de Cabezo de Alcalá en Azaila (Teruel), me pareció obligatorio pasarme por el MAN para echar un vistazo a los vestigios del culto que se profesaba en el santuario in antis, o de acceso a la ciudad, en el momento de su destrucción. Curiosamente, están en dos secciones diferentes del museo. Por un lado, en la sección de las culturas célticas prerromanas, está el magnífico torito de bronce que sirve de símbolo a Azaila. Tiene una actitud orgullosa y desafiante, como si se dispusiera a embestir; hay en él una combinación de aires minoicos, mediterráneos, junto con una premonición de las figuras de tauromaquia de su paisano Francisco de Goya. Según la cartela de la vitrina, pertenece a una «cultura céltica iberizada» del siglo II a. e. c., y «encarnaría a las fuerzas propiciatorias de la fecundidad, necesarias para la supervivencia de cosechas, animales y población». De su cuello cuelga un asa de caldero a modo de yugo. Me resultó tan fascinante que dediqué un buen rato a dibujarlo.
Sin embargo, para contemplar el llamado «conjunto escultórico de Azaila» hay que avanzar hasta las vitrinas que abordan la romanización. Se trata de una serie, a tamaño natural, de piezas de bronce que permite reconstruir una escena de culto, de tradición indoeuropea, a un jefe indígena. El hombre, que sujeta la rienda de un caballo mientras una divinidad femenina coloca una corona sobre su cabeza, está «heroizado» en conmemoración de sus hazañas militares. Las piezas están realizadas con la técnica de la cera perdida y son de una extraordinaria calidad; destacan, en particular, los dos bustos, tocados con peinados que reproducen con gran detalle la moda vigente en Roma a comienzos del siglo I a. e. c. Impresiona imaginar el efecto que produciría en los recién llegados a la ciudad la escena de exaltación heroica del linaje que la gobernaba. El mensaje estaba bien claro: que sepan todos que nuestro poder se basa en la legitimidad de nuestras propias tradiciones y en nuestra capacidad de apropiarnos de los signos de autoridad militar y cultural de los romanos.
domingo, 25 de mayo de 2025
EL TORO ÍBERO DE AZAILA (Dibujos arqueológicos XL)
Si
hay un hilo conductor del espíritu heroico y de la identidad popular
mediterránea, sin duda es el toro. También fue así para los íberos del oppidum
del Cabezo de Alcalá en Azaila (Teruel), que le rendían culto en el santuario
que daba la bienvenida y reclamaba veneración a quienes llegaban a la ciudad. Con
su actitud desafiante parecía reclamar el trono del panteón de los íberos
sedetanos que la habitaron, resistiéndose a ser reemplazado por los dioses de
los conquistadores romanos.
martes, 13 de mayo de 2025
AZAILA, LA MASSADA IBÉRICA (Tras las huellas de César XXXIV)
El yacimiento del Cabezo de Alcalá, junto al pueblo turolense de Azaila, era una antigua asignatura pendiente para un amante de los íberos como yo. Quien haya visto una fotografía aérea del oppidum que corona el cerro, con su estructura de calles, muros y defensas asemejándose al esqueleto de un pez de dimensiones geológicas, apunta de inmediato la visita en la lista de deberes impostergables.
Si
elegí Azaila para incorporarla a mis pesquisas sobre César fue porque John S.
Richardson, en su «La Hispania romana», declara con rotundidad: «Azaila poseía edificios de
estilo romano en la época de su destrucción, acaecida probablemente durante el
sitio de Ilerda». Pero el consenso científico actual afirma que la ciudad, cuyo nombre no es desconocido, fue asediada y destruida entre el 74
y 72 a. e. c., durante la guerra de Sartorio. Una vez más Sertorio, Pompeyo y
César ven cómo se entrecruzan sus pasos, planteando a menudo rastros ambiguos
que confunden al viajero.
Nuestro
conocimiento sobre el oppidum no ha dejado de crecer desde las
excavaciones pioneras de Juan Cabré en 1919. Hoy sabemos que el ejército que la
asedió la circunvaló con un terraplén coronado por una empalizada y un foso, y
que finalmente necesitó construir una rampa de asalto que permitió superar las
murallas de la ciudad para acceder a su interior. Lo que no sabemos aún es qué
posición ocupó cada bando, y si el comandante que dirigió el asedio fue Quinto Sertorio,
Quinto Cecilio Pío o el mismísimo Pompeyo Magno.
Visito
el Cabezo de Alcalá en un domingo de comienzos de marzo. Llovizna y hace un
aire helado que desmiente la impronta primaveral que un tapiz de flores
amarillas confiere a los campos. De una caseta de recepción de visitantes sale
a mi encuentro un guarda que se presenta como Álvaro. Conversamos unos minutos
mientras me descargo la audioguía y pago la entrada (en efectivo, porque «aquí
no tenemos ni electricidad, somos como los íberos».). Alvaro me explica que en
el yacimiento no se ha excavado desde 2008, pero que es posible que los
trabajos se reanuden el verano próximo. La misma historia se
repite en todos estos parajes agrestes y solitarios que un día habitaron los
antiguos.
Comienzo
la visita y de inmediato me atrapa el poder evocador del lugar. Las estructuras
defensivas que ciñen el cabezo, con fosos y largos lienzos de muralla
reconstruidos en muchos puntos, son impresionantes. Dejo atrás los restos de la
rampa de asalto —entre los cuales Juan Cabré halló un espectacular túmulo- y
una espectacular cisterna forrada de piedra y accedo a la ciudad por una vía
pavimentada en la que se aprecian las rodadas de los carros, y
que va a darse de bruces con un templo in antis. El recinto cuenta con
un altar en el que se encontró el célebre toro de bronce de Azaila y un
impactante conjunto escultórico íbero-romano que se exhibe en el MAN. En el
suelo se distingue una incongruente inscripción de cuando se acantonaron en el
lugar tropas republicanas durante la guerra civil: «VIVA CNT». En todas las
épocas ha habido el mismo instinto bárbaro de dejar las huellas de nuestra
existencia efímera a costa del patrimonio.
Continuó
recorriendo las calles y me admira la calidad de los pavimentos y del trazado
urbano, en el que se combinan los rasgos ibéricos con los romanos. Es evidente
que la guerra puso un fin abrupto a un acelerado proceso de romanización, en el
que las élites íberas habían abrazado la forma de vida de los conquistadores,
como demuestran las termas, de las más antiguas de España, que se han excavado
en el barrio extramuros. Me acerco al punto por el que finalmente se produjo el
ataque decisivo; la audioguía hace un vívido relato de cómo se produjeron los
últimos compases del asedio. «Tómense un momento y miren el paisaje. Imaginen
la ciudad, totalmente rodeada por un talud de tierra coronado por una
empanizada de madera con un foso hacia el interior. Imaginen al ejército
enemigo, esperando la orden de asalto final y a los defensores, disparando con
todo lo que tuviesen y apagando los incendios dentro de la ciudad. […] Tras las
almenas, los defensores veían cómo, poco a poco, día a día, el enemigo se iba
acercando con la rampa de asalto. […] Imagínenselo. Por más que les arrojasen
flechas, proyectiles de plomo con hondas, proyectiles de catapulta, nada,
seguían acercándose. Los defensores se preparan para el asalto y construyeron
barricadas en las calles. Cabré encontró dos. […] Los defensores habían
decidido defenderse hasta el final, no había lugar a la rendición. […] Parece
que en la ciudad decidieron morir matando y se prepararon para una lucha por
las calles, casa por casa, en cada rincón de la ciudad. Terrible». El empeño de
la voz que escucho en el auricular por devolverme a los gritos y el furor de la
batalla produce un contraste difícil de encajar con la inmensa calma que me
circunda. Los ecos de la guerra de antaño son como un recordatorio de que a
menudo los hombres son víctimas de sus propias pesadillas. Los fantasmas de
esas pesadillas siguen habitando en las piedras antiguas, cuando se nos indica
donde mirar.
lunes, 21 de abril de 2025
EL SANTUARIO DE LOS BETILOS DE ELVIÑA (Dibujos Arqueológicos XXXIX)
martes, 15 de abril de 2025
COLONIA LÉPIDA, COLONIA CELSA (Tras las huellas de Julio César XXXIII)
En
las Eras de Velilla de Ebro, 66 kilómetros río abajo desde Zaragoza, las ruinas de la colonia Celsa llevan casi dos milenios contando en silencio su propia
historia sobre los avatares de la fortuna. Hubo un tiempo en que fue la gran
urbe dominadora del curso medio del Ebro, y hoy es una ruina que apenas despierta
el interés de las instituciones y de contados visitantes. Por el contrario, la
advenediza que llegó para disputarle la preeminencia, Caesaraugusta, fue
metamorfoseándose para dar lugar a la musulmana Saraqusta y, finalmente, a la
Zaragoza de nuestros días, con sus setecientos mil habitantes y la contagiosa
vitalidad que me recibe en sus calles cuando salgo a pasearlas el viernes por
la noche.
Celsa
fue, como lo somos todos, víctima de las vicisitudes de su tiempo. Como
próspero oppidum ilergete, Kelse se adentró en el siglo I a. C.
acuñando su propia moneda y disfrutando de su posición estratégica en el valle
del gran río. Pero de pronto apareció Sertorio, y después Pompeyo, y Kelse se
encontró envuelta en un conflicto que excedía con mucho su
comprensión del mundo. Cometió, además, el error de alinearse con Pompeyo—en
aquella época, la neutralidad no era una opción—,
y sufrió las iras de Sertorio primero y, años después, en la siguiente guerra
civil romana, las de Julio César, al persistir en su profesión de fe pompeyana.
El caso es que, tras su victoria en Ilerda, César encomendó a Marco Emilio Lépido, gobernador de Hispania Citerior y partidario suyo desde años atrás, la fundación de una colonia en el emplazamiento de la obstinadamente pompeyana ciudad íbera, por medio de una deductio que erradicara el nombre y la identidad original. Con el patronazgo de Lépido y su situación estratégica, la colonia creció hasta crear una próspera comunidad con cinco mil habitantes censados, epicentro del comercio en un territorio vivificado por la arteria de comunicación del río y la organización romana. El cielo parecía despejado hasta que en 36 a. C., Augusto, dueño absoluto ya de la política romana, excluyó a Lépido de la ecuación del triunvirato y lo envió al destierro. Aplicando al principio de que «donde las dan las toman», Augusto decidió aplicar su propia damnatio memoria y eliminó el nombre de Lépido del de la colonia, recuperando ésta la antigua denominación ilergete, romanizada como Celsa. Además, andando el tiempo, Augusto comenzó a favorecer a su «niña bonita», la nueva ciudad de Caesaraugusta, fundada en 16 a. e. c., que adquirió de ese modo una ventaja imbatible en la carrera por la hegemonía en el valle del Ebro.
La colonia Celsa aún conoció décadas de prosperidad, recibiendo nuevos colonos en tiempos de Tiberio e incluso expandiendo el casco urbano en los de Calígula y Claudio. Sin embargo, los síntomas de la decadencia comenzaron a hacerse notar; la emisión de moneda cesó en el año 41, y la desocupación de ciertas calles se generalizó en tiempos de Nerón, hasta llegar al abandono total de la ciudad tras las turbulencias del año 68. La colonia romana había vivido durante poco más de un siglo.
***
Antes de visitar las ruinas de Celsa es imperativo pasarse por el Museo de la Colonia Celsa, situado en una nave a las afueras del pueblo. Allí me reciben Natalia y Carlos, con la cálida cordialidad de quienes agradecen al visitante que se haya tomado la molestia de ir a conocerlos. Yo les respondo a mi vez con la gratitud de quien ve en ellos a los custodios de una llama frágil e imprescindible. El museo es una sede del de Zaragoza y se abrió al público en 1986; conserva intacto el interés, pero se diría que no ha recibido mucha inversión desde entonces. Carlos confirma la impresión de declive del lugar: «Cuando se abrió venían miles de personas al año; ahora solo unos cientos. Yo llevo aquí desde la apertura y ya pronto me jubilo, si no fuera por Natalia y la asociación no sé qué sería de esto».
Natalia
forma parte de la asociación «Los trabajos de Hércules», bautizada así en honor
de algunas de las pinturas más notables halladas en el yacimiento, que
representan precisamente dos episodios de los trabajos del héroe, y que están expuestas
en el museo. La asociación la constituyen seis mujeres del pueblo, la alcaldesa
incluida, que se esfuerzan por compensar, a base de trabajo voluntario y
entusiasmo, el declinante apoyo de las administraciones.
—Organizamos lo que podemos—explica Natalia—:
visitas escolares, teatralizaciones… A principios de junio celebraremos «Las
nonas de junio», una gran fiesta romana, ¡no te la pierdas! Nos caracterizamos
de romanas y viene mucha gente.
Como me ha ocurrido en tantos otros lugares, me
quito el sombrero ante este tenaz compromiso de la gente de los pueblos,
mujeres, sobre todo, que se empeñan en mantener vivas y alerta a sus
comunidades. Lo que es hercúleo es el trabajo que llevan haciendo Natalia y sus
compañeras de asociación desde hace doce años.
Las excavaciones en el yacimiento comenzaron en
1976, después de que la acometida de las conducciones de agua corriente al
pueblo sacara a la luz importante restos de la antigua ciudad romana. No es que
fuera una sorpresa, porque restos venían saliendo a la superficie desde el
siglo XVIII en las Eras de Velilla. Les pregunto a mis anfitriones si continúan
las campañas y Carlos sacude a la cabeza con pesadumbre.
—Quitando algo que hizo una escuela taller hace tres
o cuatro años, aquí no se excava desde que abrió el museo. Antes había un
guarda permanente y ahora ni eso; el que hay se ocupa de toda la comarca y
viene una vez al mes. Es una pena. Si el yacimiento está más o menos atendido,
es por el trabajo de la asociación.
—Bueno—tercia Natalia, que parece aquejada de un
optimismo incurable—, al menos se están haciendo las excavaciones en la plaza.
Se pusieron a arreglarla y han aparecido los restos del antiguo foro.
Acompañado por la amabilidad de mis anfitriones,
recorro el museo. En una veintena de vitrinas se ofrece un vívido retrato de la
antigua Celsa. Me detengo aquí y allá: en el ánfora que un día trajo a este
rincón de la Citerior gárum gadirita; en la inscripción funeraria que Memmio
Clado consagró a su amada, la liberta Cornelia; en el polos o cuadrante
solar, una suerte de reloj portátil grabado en yeso; en el frágil esqueleto que
da cuenta de los enterramientos infantiles bajo el suelo de las viviendas.
Me despido de Natalia y Carlos y me llevó sus
indicaciones para la visita del yacimiento. Ella me señala sobre el mapa los
puntos que no puedo dejar de ver y me recuerda, mientras me acompaña hacia el
taxi:
—¡Y quién sabe lo que queda por descubrir! El terminus
de la colonia tenía 44 hectáreas, y de la ciudad tan solo se ha excavado el diez
por ciento. Aún no se han encontrado ni las termas, ni los edificios de culto.
Se cree que había tres templos, tal vez allá arriba, bajo la ermita de San
José.
Paso la siguiente hora recorriendo los vestigios de
Celsa. La ciudad impresiona por lo que está la vista y más aún, tal y como dijo
Natalia, por lo que permanece oculto bajo la tierra cubierta de arbustos. Paseo
por el mercado (macellum), por un restaurante (popina), por una
panadería (pistrinum). Me impresionan las avenidas pavimentadas, de seis
metros de ancho, flanqueadas por impecables aceras. En las losas de la calzada
se distinguen las rodadas del tráfico carretero de hace dos mil años. En los
espacios aún por excavar se alzan construcciones agrícolas en diversos grados
de ruina. Parece mejor conservada la milenaria calzada romana que esas frágiles
estructuras de canto, adobe y ladrillo de nuestros días. Allá abajo, en el
fondo del valle, el río titila como una cinta de mercurio. Regreso hacia el taxi
lamentando no poder ver los mosaicos, que fueron cubiertos de nuevo tras su
descubrimiento. Es como un acto de tacañería divina, como si solo nos hubiera
sido dado a los humanos de hoy contemplar su belleza durante un breve
paréntesis entre los siglos.
Antes de regresar a Zaragoza, me paso a ver las
obras de la plaza de España, en el centro del pueblo. En el cráter central de
la plaza han aflorado imponentes estructuras de hormigón y sillería que se
relacionan con el foro de la ciudad. Salta a la vista que este pueblecito de doscientos
habitantes, con su pasado legendario y sus mujeres valientes, está íntegramente
construido sobre la antigua colonia Lépida, o colonia Celsa, que en su auge, su
mudanza y su caída nos da testimonio de lo inciertos y mutables que son los
asuntos humanos. Todo va a desaparecer, y por eso mismo todo merece ser
disfrutado.