lunes, 21 de abril de 2025
EL SANTUARIO DE LOS BETILOS DE ELVIÑA (Dibujos Arqueológicos XXXIX)
martes, 15 de abril de 2025
COLONIA LÉPIDA, COLONIA CELSA (Tras las huellas de Julio César XXXIII)
En
las Eras de Velilla de Ebro, 66 kilómetros río abajo desde Zaragoza, las ruinas de la colonia Celsa llevan casi dos milenios contando en silencio su propia
historia sobre los avatares de la fortuna. Hubo un tiempo en que fue la gran
urbe dominadora del curso medio del Ebro, y hoy es una ruina que apenas despierta
el interés de las instituciones y de contados visitantes. Por el contrario, la
advenediza que llegó para disputarle la preeminencia, Caesaraugusta, fue
metamorfoseándose para dar lugar a la musulmana Saraqusta y, finalmente, a la
Zaragoza de nuestros días, con sus setecientos mil habitantes y la contagiosa
vitalidad que me recibe en sus calles cuando salgo a pasearlas el viernes por
la noche.
Celsa
fue, como lo somos todos, víctima de las vicisitudes de su tiempo. Como
próspero oppidum ilergete, Kelse se adentró en el siglo I a. C.
acuñando su propia moneda y disfrutando de su posición estratégica en el valle
del gran río. Pero de pronto apareció Sertorio, y después Pompeyo, y Kelse se
encontró envuelta en un conflicto que excedía con mucho su
comprensión del mundo. Cometió, además, el error de alinearse con Pompeyo—en
aquella época, la neutralidad no era una opción—,
y sufrió las iras de Sertorio primero y, años después, en la siguiente guerra
civil romana, las de Julio César, al persistir en su profesión de fe pompeyana.
El caso es que, tras su victoria en Ilerda, César encomendó a Marco Emilio Lépido, gobernador de Hispania Citerior y partidario suyo desde años atrás, la fundación de una colonia en el emplazamiento de la obstinadamente pompeyana ciudad íbera, por medio de una deductio que erradicara el nombre y la identidad original. Con el patronazgo de Lépido y su situación estratégica, la colonia creció hasta crear una próspera comunidad con cinco mil habitantes censados, epicentro del comercio en un territorio vivificado por la arteria de comunicación del río y la organización romana. El cielo parecía despejado hasta que en 36 a. C., Augusto, dueño absoluto ya de la política romana, excluyó a Lépido de la ecuación del triunvirato y lo envió al destierro. Aplicando al principio de que «donde las dan las toman», Augusto decidió aplicar su propia damnatio memoria y eliminó el nombre de Lépido del de la colonia, recuperando ésta la antigua denominación ilergete, romanizada como Celsa. Además, andando el tiempo, Augusto comenzó a favorecer a su «niña bonita», la nueva ciudad de Caesaraugusta, fundada en 16 a. e. c., que adquirió de ese modo una ventaja imbatible en la carrera por la hegemonía en el valle del Ebro.
La colonia Celsa aún conoció décadas de prosperidad, recibiendo nuevos colonos en tiempos de Tiberio e incluso expandiendo el casco urbano en los de Calígula y Claudio. Sin embargo, los síntomas de la decadencia comenzaron a hacerse notar; la emisión de moneda cesó en el año 41, y la desocupación de ciertas calles se generalizó en tiempos de Nerón, hasta llegar al abandono total de la ciudad tras las turbulencias del año 68. La colonia romana había vivido durante poco más de un siglo.
***
Antes de visitar las ruinas de Celsa es imperativo pasarse por el Museo de la Colonia Celsa, situado en una nave a las afueras del pueblo. Allí me reciben Natalia y Carlos, con la cálida cordialidad de quienes agradecen al visitante que se haya tomado la molestia de ir a conocerlos. Yo les respondo a mi vez con la gratitud de quien ve en ellos a los custodios de una llama frágil e imprescindible. El museo es una sede del de Zaragoza y se abrió al público en 1986; conserva intacto el interés, pero se diría que no ha recibido mucha inversión desde entonces. Carlos confirma la impresión de declive del lugar: «Cuando se abrió venían miles de personas al año; ahora solo unos cientos. Yo llevo aquí desde la apertura y ya pronto me jubilo, si no fuera por Natalia y la asociación no sé qué sería de esto».
Natalia
forma parte de la asociación «Los trabajos de Hércules», bautizada así en honor
de algunas de las pinturas más notables halladas en el yacimiento, que
representan precisamente dos episodios de los trabajos del héroe, y que están expuestas
en el museo. La asociación la constituyen seis mujeres del pueblo, la alcaldesa
incluida, que se esfuerzan por compensar, a base de trabajo voluntario y
entusiasmo, el declinante apoyo de las administraciones.
—Organizamos lo que podemos—explica Natalia—:
visitas escolares, teatralizaciones… A principios de junio celebraremos «Las
nonas de junio», una gran fiesta romana, ¡no te la pierdas! Nos caracterizamos
de romanas y viene mucha gente.
Como me ha ocurrido en tantos otros lugares, me
quito el sombrero ante este tenaz compromiso de la gente de los pueblos,
mujeres, sobre todo, que se empeñan en mantener vivas y alerta a sus
comunidades. Lo que es hercúleo es el trabajo que llevan haciendo Natalia y sus
compañeras de asociación desde hace doce años.
Las excavaciones en el yacimiento comenzaron en
1976, después de que la acometida de las conducciones de agua corriente al
pueblo sacara a la luz importante restos de la antigua ciudad romana. No es que
fuera una sorpresa, porque restos venían saliendo a la superficie desde el
siglo XVIII en las Eras de Velilla. Les pregunto a mis anfitriones si continúan
las campañas y Carlos sacude a la cabeza con pesadumbre.
—Quitando algo que hizo una escuela taller hace tres
o cuatro años, aquí no se excava desde que abrió el museo. Antes había un
guarda permanente y ahora ni eso; el que hay se ocupa de toda la comarca y
viene una vez al mes. Es una pena. Si el yacimiento está más o menos atendido,
es por el trabajo de la asociación.
—Bueno—tercia Natalia, que parece aquejada de un
optimismo incurable—, al menos se están haciendo las excavaciones en la plaza.
Se pusieron a arreglarla y han aparecido los restos del antiguo foro.
Acompañado por la amabilidad de mis anfitriones,
recorro el museo. En una veintena de vitrinas se ofrece un vívido retrato de la
antigua Celsa. Me detengo aquí y allá: en el ánfora que un día trajo a este
rincón de la Citerior gárum gadirita; en la inscripción funeraria que Memmio
Clado consagró a su amada, la liberta Cornelia; en el polos o cuadrante
solar, una suerte de reloj portátil grabado en yeso; en el frágil esqueleto que
da cuenta de los enterramientos infantiles bajo el suelo de las viviendas.
Me despido de Natalia y Carlos y me llevó sus
indicaciones para la visita del yacimiento. Ella me señala sobre el mapa los
puntos que no puedo dejar de ver y me recuerda, mientras me acompaña hacia el
taxi:
—¡Y quién sabe lo que queda por descubrir! El terminus
de la colonia tenía 44 hectáreas, y de la ciudad tan solo se ha excavado el diez
por ciento. Aún no se han encontrado ni las termas, ni los edificios de culto.
Se cree que había tres templos, tal vez allá arriba, bajo la ermita de San
José.
Paso la siguiente hora recorriendo los vestigios de
Celsa. La ciudad impresiona por lo que está la vista y más aún, tal y como dijo
Natalia, por lo que permanece oculto bajo la tierra cubierta de arbustos. Paseo
por el mercado (macellum), por un restaurante (popina), por una
panadería (pistrinum). Me impresionan las avenidas pavimentadas, de seis
metros de ancho, flanqueadas por impecables aceras. En las losas de la calzada
se distinguen las rodadas del tráfico carretero de hace dos mil años. En los
espacios aún por excavar se alzan construcciones agrícolas en diversos grados
de ruina. Parece mejor conservada la milenaria calzada romana que esas frágiles
estructuras de canto, adobe y ladrillo de nuestros días. Allá abajo, en el
fondo del valle, el río titila como una cinta de mercurio. Regreso hacia el taxi
lamentando no poder ver los mosaicos, que fueron cubiertos de nuevo tras su
descubrimiento. Es como un acto de tacañería divina, como si solo nos hubiera
sido dado a los humanos de hoy contemplar su belleza durante un breve
paréntesis entre los siglos.
Antes de regresar a Zaragoza, me paso a ver las
obras de la plaza de España, en el centro del pueblo. En el cráter central de
la plaza han aflorado imponentes estructuras de hormigón y sillería que se
relacionan con el foro de la ciudad. Salta a la vista que este pueblecito de doscientos
habitantes, con su pasado legendario y sus mujeres valientes, está íntegramente
construido sobre la antigua colonia Lépida, o colonia Celsa, que en su auge, su
mudanza y su caída nos da testimonio de lo inciertos y mutables que son los
asuntos humanos. Todo va a desaparecer, y por eso mismo todo merece ser
disfrutado.
domingo, 6 de abril de 2025
JULIO CÉSAR Y FELIPE II UNIDOS EN LAS ALTURAS (Dibujos Arqueológicos XXXVIII)
lunes, 24 de marzo de 2025
CAESAROBRIGA A ORILLAS DEL TAGUS (Tras las huellas de Julio César XXXII)
A finales del pasado otoño, Ángela y yo visitamos la localidad que, en su origen, llevaba el cognomen de Julio César en su denominación, completada por el sufijo céltico indicativo de ciudad. Me refiero a Caesarobriga, que andando el tiempo acabaría siendo conocida como Talavera de la Reina, situada en la margen derecha del río Tajo. Talavera tiene abundantes atractivos para merecer una visita, aunque es verdad que los vestigios de su pasado romano son más bien escasos.
Comenzamos el recorrido por la
emblemática Plaza del Pan, donde debió situarse el antiguo foro romano y hoy se
alzan algunos de los principales edificios históricos de la ciudad, como la
magnífica Colegiata de Santa María y el renacentista Hospital de la Misericordia,
convertido en nuestros días en centro cultural. Es en los cimientos de éste
donde se han hallado los mejores restos de la antigua ciudad romana, que han
sido perfectamente acondicionados por el ayuntamiento para su visita.
En ningún otro lugar de
Talavera puede sentirse uno tan en Caesarobriga como en este sótano que
muestra, a la luz fantasmal de los focos, los restos de varias domus, calles,
pozos y canalizaciones de agua y dos pequeños templos simétricos de los que se
conserva parte del pódium y los cimientos, consagrados a Júpiter y el culto imperial.
Es un espacio recogido, secreto, con atmósfera de santuario, a la que pone un
contrapunto incongruente y festivo el alboroto de las jotas con las que ensaya
sus bailes un grupo folclórico infantil en el salón de actos que está sobre
nosotros.
Un panel informativo explica
que la ciudad de Caesarobriga tomó su hombre del campamento que estableció
César en el lugar, durante su campaña contra los carpetanos, aunque la
fundación como ciudad debe ser de época augustea, así como su población con
indígenas expulsados de poblados próximos, como los de Arroyo Manzanas y el Raso
de Candeleda. A este último, situado en un espectacular enclave en territorio vetón,
condujeron los pasos de este viajero años atrás cuando perseguía las huellas de
Aníbal Barca. Qué mala fortuna tuvieron los vetones de El Raso; en el
transcurso de unas pocas generaciones les tocó vérselas con Aníbal y con Julio
César, y con los dos salieron igualmente mal parados.
Tradicionalmente Talavera se
ha identificado con la ciudad de Aebura, en cuyas inmediaciones, según Tito Livio,
Quinto Fulvio Flaco estableció su campamento en 181 a. C., cuando llevaba a
cabo una campaña contra una coalición de pueblos indígenas. Seguramente el
nombre evolucionó después hasta el del Líbora, que es citado por el geógrafo Ptolomeo
como correspondiente a una ciudad situada entre Toletum y Augustobriga.
El hallazgo de restos de cerámica celtíbera en el subsuelo del ayuntamiento apoya
la idea de la existencia de un asentamiento prerromano en Talavera anterior a
la fundación de Caesarobriga. Las evidencias arqueológicas sitúan a la
primitiva ciudad romana en el interior del primer recinto de murallas que ha
llegado hasta la actualidad, aunque los tramos de lienzos de estas que se
mantienen en pie, contribuyendo a la original fisonomía de Talavera, sean un
mosaico de parches de época tardorromana, medieval, árabe y moderna, con
elementos tan vistosos y característicos como sus Torres Albarranas. Caminando
por las calles de la ciudad junto a sus murallas, es fácil imaginar la Caesarobriga
de hace dos milenios, al abrigo de su protección amurallada de 1,6 kilómetros,
dominando al estratégico puente sobre el río Tagus de la vía que conducía de
Emérita Augusta a Caesaraugusta.
Y es precisamente ahí, en el
puente sobre el Tagus, donde va a concluir nuestra visita. Sin ánimo de echarle
a nadie encima un jarro de agua fría, debo empezar diciendo que, lo que se
conoce orgullosamente en Talavera como Puente Romano, es en realidad, en su
mayor parte, medieval, habiendo sufrido en su larguísima historia múltiples
reconstrucciones y reformas, como es habitual en los testigos pétreos de las
vicisitudes de nuestras ciudades. Del siglo XIII es, por ejemplo, el
sorprendente quiebro que hace el puente en mitad del cauce del río, correspondiendo
al siglo XV el aspecto actual general de la espectacular construcción. Romano,
lo que se dice romano, no son sino los cimientos del primer tramo del puente,
el más próximo a la ciudad, que no son visibles por encontrarse bajo el nivel
del agua.
Pero eso no le quita su encanto a pasear por la venerable estructura del puente al atardecer, sintiendo fluir bajo los pies las aguas de un río Tajo cuya anchura en este punto parece propia de parajes con abundancias hidrológicas mayores que las peninsulares. Se respira una calma solemne e intemporal. El agua tiene un color legamoso sobre el que contrasta el moteado blanco y brillante de una bandada de cisnes y patos que se deslizan indolentes por su superficie. En la ribera, las espículas emplumadas del cañaveral se mecen como si bailaran al ritmo de un compás secreto marcado por la brisa. Más allá, las murallas y las elevadas estructuras de las iglesias dibujan el perfil de Talavera, ciudad de carpetanos y vetones, de romanos y visigodos, de árabes y cristianos. La impronta aún viva de Caesarobriga, ciudad de César.
Apenas cuatro meses después de nuestra visita, el domingo 23 de marzo de 2025, las aguas del Tajo alcanzaron un caudal de récord al pasar por los ojos del viejo puente de Talavedra: mil metros cúbicos por segundo. Era el resultado de tres semanas de lluvias ininterrumpidas, el mayor episodio de precipitaciones registrado en el centro de la península en 135 años (¡si hasta nuestro humilde Manzanares se embraveció y anduvo días amenazando con desbordarse!). Las consecuencias para el puente talaverano fueron nefastas: los dos tramos centrales colapsaron, perdiéndose uno de ellos enteramente bajo las aguas turbulentas. Por primera vez en su historia la venerable infraestructura se convertía en noticia de portada de periódicos e informativos televisivos. Los ciudadanos que respondían a las preguntas de los periodistas mostraban el pesar de quien ha perdido un ser querido. Es, simplemente, un capítulo más de una historia que no deja de repetirse: la batalla entre los puentes y los ríos. Si se deja pasar el tiempo suficiente, el agua siempre le gana a partida a la piedra.
martes, 11 de marzo de 2025
EL EXVOTO ÍBERO DEL MUSEO DE BAENA (Dibujos Arqueológicos XXXVII)
lunes, 24 de febrero de 2025
PRIMITIVA COMPLUTUM, LA CIUDAD BAJO EL TRIGAL (Tras las huellas de Julio César XXXI)
Cuando nos acercamos a
Alcalá de Henares por la autovía A2, viniendo desde Madrid, a mano derecha, más
allá del bosque de galería que señala el curso del río Henares, se alza el más
meridional de los llamados Cerros de Alcalá. Es el Cerro del Viso, de San Juan
del Viso o Monte Zulema, un típico cerro testigo de cuando los páramos
calcáreos de Castilla no eran sino el lecho cargado de sedimentos del Mar de
Tetis. Es precisamente allí adonde nos dirigimos. Hemos quedado con Sandra
Azcárraga, la arqueóloga que, desde 2017, codirige el proyecto y las
excavaciones de Primitiva Complutum, junto con Arturo Ruiz Taboada. Porque
resulta que allá arriba, en la meseta llana que corona el cerro, se fundó y prosperó
durante un siglo la antecesora de la famosa ciudad romana que puede visitarse hoy
en los arrabales alcalaínos de la vega del río, y que da nombre a una de las
grandes universidades de España. Yo mismo cursé en ella mis estudios de
Química, hace ya un buen puñado de décadas, y sigo teniendo a gala mi pedigrí
complutense. Del prestigio del viejo gentilicio romano da cuenta que cuando, en
1836 y por decisión gubernamental, la vieja universidad fundada por el Cardenal
Cisneros en 1499 se trasladó a Madrid, no quiso dejarlo atrás. No pocos siguen
pensando hoy en Alcalá que aquello fue una usurpación de identidad en toda
regla, y creo que no les falta razón.
Sandra fue víctima de la
fascinación por el lugar en 2011, cuando estaba realizando una tesis doctoral
sobre la «Romanización del valle bajo del Henares» y abordó la
fotointerpretación de las imágenes aéreas que existían de la superficie del
cerro. Ya desde el siglo XVIII se sospechaba que, en lo que hoy es un gran
campo de cereal de treinta hectáreas, con una dimensión aproximada de 1.000x300
metros, descansan los restos de la primitiva ciudad de Complutum. Los sondeos
puntuales realizados en los años 70 del siglo pasado por Dimas
Fernández-Galiano encontraron evidencias de la ciudad, incluyendo los de unas
termas que parecían haber sido desmontadas, sugiriendo el abandono pacífico y
planificado del lugar.
Aunque el uso agrícola
prolongado durante siglos en el cerro ha causado enormes daños en el
yacimiento, el mismo permitió que en 2011 Sandra hiciera un feliz hallazgo al
examinar las fotografías aéreas del Instituto Geográfico Nacional. Debido a la
menor altura que alcanza el cereal al crecer cuando encuentra piedra a poca
profundidad, las imágenes aéreas revelaban peculiares patrones geométricos: ni
más ni menos que los de la trama ortogonal, llamada hipodámica, de la vieja
ciudad romana que dormía bajo los trigos. Y en ella salían a la luz evidencias
de elementos de gran monumentalidad, como un teatro de cuarenta metros de
diámetro, con el graderío excavado en la roca, muy similar a esa maravilla de
la arquitectura romana, que hoy puede visitarse en las ruinas de Acinipo, cerca
de Ronda. También podían reconocerse las trazas de lo que aparentaba ser un
campamento romano, probablemente el que supuso el hito fundacional de la
ciudad.
Todo esto nos lo cuenta
Sandra, provista de fotografías y planos plastificados, cuando nos reunimos con
ella en la zona militar, que ha preservado de la explotación agrícola una parte
de la meseta que corona el cerro. El resto, la parte más extensa, cultivada,
como hemos dicho, de cereales, es privada, lo que ha supuesto un enorme
obstáculo para el desarrollo del proyecto.
―Es una pena―explica Sandra
mientras echamos a andar hacia el mirador que domina el valle del Henares―;
desde 2017 no hemos podido excavar más que en la zona militar, y gracias a que Defensa
nos ha dado todas las facilidades. Pero en la finca privada, nada de nada. La Comunidad
de Madrid anda en negociaciones para comprar la parcela; espero que lo consiga
pronto, porque, mientras tanto, el arado sigue haciendo sus destrozos. Han
aparecido en superficie hasta restos de mosaicos arrancados.
A la espera de que eso
ocurra, Sandra y su equipo han centrado su atención en la calzada de acceso a
la ciudad y en la ampliación, situada ya en la zona militar, que experimentó
Primitiva Complutum hacia el sur, intercalando, año tras año, campañas de excavación
y de georradar. Hasta el momento han hallado domus, un posible gran
edificio industrial y calles que mantienen la orientación de las de la ciudad
principal, pero ni rastro del asentamiento carpetano que debió motivar la
instalación de un campamento romano en el lugar, el cual actuó como origen de
la ciudad.
Le pregunto a Sandra si cree
que ese campamento pudiera datar de la propretura de Julio César en el 61 a.
C., cuando llevó a cabo su campaña contra carpetanos y lusitanos. Como siempre,
la posibilidad de poder olfatear el rastro de César me pone alerta.
―Desde luego, un campamento
cesariano es la primera hipótesis―responde Sandra―. Aunque necesitaríamos
excavar para constatarlo. Podríamos ver, por ejemplo, si tiene las esquinas redondeadas
características de los campamentos de los años 60 a. C. Y pudiera haberse
instalado para rendir un oppidum carpetano, aunque el campamento era
pequeño para los estándares romanos y no se han encontrado evidencias de
combate.
―¿Habéis dado con restos
carpetanos?
―Tan solo cerámica en
superficie, pero no estructuras. Tal vez estén en la zona militar, mirando
hacia el sur, hacia el Arroyo Pantueña. A ver si las campañas de georradar nos
dan alguna pista.
Continuamos el paseo y
Sandra va recreando ante nosotros la estampa de una gran ciudad que tan solo
estuvo habitado durante un siglo, desde mediados del siglo I a. C. hasta
mediados del siglo primero de nuestra era, pero que llegó a alcanzar una
extensión de 35 hectáreas y a albergar hasta 10.000 habitantes, hasta que
llegaron tiempos más pacíficos y se decidió trasladar Complutum a la vega del río,
controlando la vía que conducía de Emérita Augusta a Caesaraugusta y Tarraco.
Tal vez no fuera ajena a ello una posible escasez de agua en lo alto del cerro
―Seguramente ambas ciudades
coexistieron durante un tiempo―prosigue Sandra―, es posible que, tras el
abandono de Primitiva Complutum, el teatro pudiera haber seguido siendo
utilizado por la ciudad de abajo. Pero no acabaremos de tener una imagen clara
hasta que no excavemos. También deberíamos poder encontrar evidencias de la muralla
que debió haber, pero que aún no ha aparecido, y del acueducto, que debió de
distribuir el agua desde un sistema de pozos en lo alto del cerro. De momento―explica
Sandra cuando nos acercamos a unas estructuras que afloran en el sembrado―, no
tenemos más que esta antigua cisterna de hormigón, que debía dar servicio a
unas termas.
Seguimos caminando sin
levantar la vista del suelo, porque toda visita dirigida por Sandra se
convierte también en una actividad de prospección, y pienso en la ingeniería y
la mentalidad romanas: hormigón que perdura durante milenios, una gran ciudad
que se desmonta un siglo después de haber sido fundada para reemplazarla por
otra en una ubicación más conveniente. Llegamos hasta la calzada de acceso, de cinco
metros de ancho, cajeada en la caliza. Avanzamos por ella hasta el terreno
donde la campaña de este año ha buscado la necrópolis de la ciudad, dada la
costumbre romana de situar sus áreas funerarias junto a las vías de acceso.
―No ha aparecido―explica Sandra―,
pero intentaremos continuar el año que viene, para averiguar en qué dirección
continuaba la calzada. En sentido contrario, hacia la ciudad, creemos que iba a
conectar con el cardo máximo, seguramente a través de una gran entrada
monumental. Y seguiremos con el georradar, pero es muy caro, ¡y hay tanto que
hacer!
De camino hacia los coches,
Sandra nos cuenta sus planes, que incluyen la musealización de los principales
hallazgos realizados, como una gran domus excavada parcialmente entre 2017
y 2018. Para ello cuenta con una pequeña subvención del ayuntamiento de
Villalbilla, el apoyo de un puñado de patrocinadores que admiramos su trabajo,
la colaboración de los militares y la de las universidades públicas madrileñas
que cada año asignan al proyecto una docena de estudiantes en prácticas. Y,
sobre todo, Sandra cuenta con su pasión por la arqueología y su determinación
de sacar a la luz Primitiva Complutum, la primera ciudad que fundó Roma en lo
que hoy es la Comunidad de Madrid. Dicho sea de paso, los derechos de autor de
este libro que tiene el lector en sus manos, así como los del que lo precedió, «Tras
las huellas de Aníbal», se destinan precisamente a apoyar el proyecto.
miércoles, 19 de febrero de 2025
"¡Que vuelve Aníbal", una conversación con David Zurdo en RNE 5
domingo, 9 de febrero de 2025
LA NECRÓPOLIS VACCEA DE LAS RUEDAS, EN PINTIA (Dibujos Arqueológicos XXXVI)
sábado, 1 de febrero de 2025
EL SANTUARIO ÍBERO-ROMANO DE TORREPAREDONES (Dibujos Arqueológicos XXXV)
Los arqueólogos del
yacimiento de Torreparedones en Baena (Córdoba) han reconstruido el antiguo santuario íbero-romano
que, a lo largo de cuatro siglos, acogió sucesivamente el culto de la Tanit
turdetana y de las deidades romanas Caelestis-Juno y Lucina-Salus. El acceso en
rampa ascendente da paso a la penumbra de la estancia con la cella sagrada que
acogía el gran betilo de la diosa. El visitante se siente como un peregrino del
paso del tiempo. Todo invita al recogimiento y a la ensoñación.
martes, 14 de enero de 2025
EL TORO IBÉRICO DE PORCUNA (Dibujos arqueológicos XXXIV)
martes, 7 de enero de 2025
ITÁLICA EN LA IMAGINACIÓN (Tras las huellas de Julio César XXX)
Habiendo
visitado la capital hispalense en pos de las huellas de Julio César, hubiera
sido un pecado no acercarse al vecino municipio de Santiponce para pasear la
mirada por la que fue una de las más espléndidas ciudades de la Hispania
romana, y la más prolífica en la producción de grandes personalidades del Imperio.
Numerosos senadores, cónsules y dos emperadores, Trajano y Adriano, fueron
oriundos de ella. Me refiero, claro está, a Itálica, fundada por Publio
Cornelio Escipión el Africano en 206 a. C., tras la victoria sobre los
cartagineses comandados por Asdrúbal, Giscón y Magón Barca en la batalla de Ilipa, que
puso fin a la presencia militar púnica en la península Ibérica. Según Apiano,
dicha fundación sirvió al propósito de establecer en ella a los soldados
heridos en la batalla, en su mayoría procedentes de Italia.
Itálica ofrece una visita maravillosa. Es verdad que una gran parte de la ciudad, la más antigua, está vedada a la curiosidad contemporánea, porque se encuentra bajo el pueblo de Santiponce, establecido sobre las ruinas romanas en 1603. Lo que ha salido a la luz es la ampliación llevada a cabo por Adriano en la primera mitad del siglo II para glorificar la figura de su tío Trajano, quien lo adoptó y designó heredero al frente del Imperio. No es el momento para detenerme más en ello, pero no dejaré de llamar la atención del lector sobre el hecho extraordinario de que dos emperadores nacidos en Itálica, una ciudad de la Hispania Ulterior situada a 2350 kilómetros de Roma, gobernarán el Imperio Romano en la que es considerada su etapa de máximo esplendor, entre el 98 y el 138 de nuestra era.
El
centro de la ampliación adrianea fue, precisamente, el Traianeum, un espectacular espacio público y de culto al
emperador Trajano, culminado por un gran templo que estaba presidido por una
gigantesca estatua suya. Por desgracia, no queda casi ni rastro del recinto:
los materiales con que fue ejecutado eran de tal calidad que durante siglos
sirvieron de cantera a los sevillanos. Probablemente los últimos
vestigios sean, como dijimos, las columnas monumentales de la Alameda de
Hércules y la calle Mármoles.
Por
fortuna, hay otros vestigios mucho mejor conservados. A pocos pasos antes de la
entrada al recinto está el que fuera uno de los mayores anfiteatros del
imperio, con capacidad para 25.000 espectadores. Sus estructuras son
espectaculares, a pesar de haber sido dinamitado a principios del siglo XX,
para facilitar la extracción de materiales de construcción, y es fácil imaginar
los juegos gladiatorios que durante siglos se celebraron en su arena.
Un
poco más adelante se llega a la puerta de la muralla que da acceso a la avenida
principal del barrio adrianeo, una calle pavimentada con losas, de dieciséis
metros de ancho, flanqueada por viejos cipreses. Caminando por ella, a ambos
lados se suceden espacios cívicos como el edificio de la Exedra, tabernae
y grandes viviendas de familias adineradas, que son conocidas por los mosaicos
más distintivos hallados en ellas. A pesar de la prolongada rapiña
sufrida, los hay aún maravillosos, como el de los Pájaros o el del Planetario,
con la representación mitológica de los siete días de la semana.