jueves, 26 de enero de 2023

LOS VETTONES DEL CASTRO DE LA MESA DE MIRANDA (Tras las huellas de César III)



Sea siguiendo las huellas de Aníbal o las de César, durante los últimos años he visitado la mayor parte de los grandes castros vettones del centro de la península, repartidos en ambas vertientes, pero sobre todo la septentrional, de la Sierra de Gredos. Sus emplazamientos tienen en común estar situados en parajes de granítica belleza, mostrar grandes lienzos de muralla con factura casi ciclópea y conservar rasgos de espiritualidad que, aún hoy, más de dos milenios después, siguen emocionando a los visitantes.

En mi libro «Tras las huellas de Aníbal» doy cuenta de mi visita a los castros de El Raso de Candeleda, Yecla La Vieja y Ulaca en las provincias de Ávila y Salamanca. Y en este blog, hace ya un buen número de años, dejé una breve noticia sobre Las Cogotas, muy próximo a la ciudad de Ávila. 

Hoy os presento el Castro de La Mesa de Miranda, descubierto en 1930, junto a su necrópolis de La Osera, en el municipio abulense de Chamartín. Creo que es uno de los más hermosos, enclavado en un extenso cerro poblado de encinas centenarias, encajado entre sendos arroyos. Es un paisaje agreste, de estribaciones serranas, que se cubre de nieve en el corazón del invierno.

El castro conoció su época de esplendor en los siglos IV y III a.e.c. y debió de ser abandonado en la época de mayor actividad militar romana en la zona, entre las Guerras Sertorianas (82-72 a.e.c.) y los enfrentamientos entre los partidarios de César y Pompeyo en la segunda guerra civil (49-44 a.e.c.). Cabe, por tanto, pensar que Mesa de Miranda, fuera uno más de los oppida sometidos por César en el curso de su guerra contra los lusitanos, durante su propretura del 61 a.e.c.

 

Antes de acudir a visitar el yacimiento, decido pasarme por el aula arqueológica del pueblo de Chamartín.  Para mi sorpresa, está muy bien. Tiene abundantes paneles informativos, unos curiosos vídeos con recreaciones de escenas de la vida vettona, con figurantes que probablemente sean vecinos de los alrededores (habida cuenta de la tez serrana y la expresión cohibida y divertida que lucen), dioramas, mecanismos hidráulicos y reproducciones de objetos que uno puede toquetear. Me recibe y atiende Ana, y es encomiable su atenta profesionalidad, su empeño en que me merezca la pena haber llegado hasta aquí. Acaso hoy sea el único visitante. Ojalá cada vez haya más. Después me aventuro por el camino que lleva hasta el castro. Son tres kilómetros, en muchos tramos completamente cubiertos de nieve, y no dejo de preguntarme si finalmente tendré que tirar la toalla y darme la vuelta. Pero, afortunadamente, consigo alcanzar mi destino.

Menos mal, porque hubiera sido imperdonable perdérselo. El castro aparece con sus murallones de grandes sillares de granito, cubiertos de nieve, relampagueando con un blanco cegador o apagándose según el curso de las nubes en el cielo. Ausentes los vettones hace mucho, los únicos habitantes son hoy las encinas, algunas de ellas colosales.

En realidad, pronto compruebo que no. En la nieve no son las mías las únicas huellas. Hay también otras más pequeñas que trazar sus propios caminos entre los recintos de piedra, los túmulos funerarios y los árboles.

Me asomo al paisaje infinito, más allá de los valles, cortados por el río Riohondo y el arroyo Matapeces. Sonrío al pensar que la toponimia siempre echa una mano para quitarle los excesos de solemnidad a las cosas. 



















 

2 comentarios:

  1. Extraordinario una vez más amigo, gracias por el esfuerzo divulgador para desasnarnos convenientemente...

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    1. ¡Gracias, amigo, es un placer desasnarnos mutuamente!

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