martes, 20 de julio de 2010

Uclés y las coplas de Jorge Manrique


Aún cuando se aparte de las áreas habituales de interés de este blog, no puedo dejar de hacer mención a una reciente visita al Monasterio de Uclés, no muy lejos de Tarancón, en la provincia de Cuenca. Me resulta difícil entender cómo nunca antes había ido a conocerlo, teniendo en cuenta que llevo un buen puñado de años recorriendo España y el mundo en todas direcciones, movido por el trabajo y mi propia inclinación. El monasterio de Uclés es un monumento impresionante, y está a poco más de una hora de Madrid. Y, sin embargo, los curiosos que en una propicia mañana de domingo acudimos a visitarlo, no pasaríamos de veinte. Así que tomad nota: Uclés, durante siglos sede principal de la Orden de Santiago, fascinante conjunto de edificios en estilo herreriano, churrigueresco y plateresco, dominando sobre un cerro la llanura de Cuenca. La arquitectura es soberbia, y el centro de interpretación de la Orden de Santiago que alberga la iglesia no carece de interés.

Hay además un motivo sentimental para no dejar de ir a Uclés. En su iglesia estuvieron enterrados los restos de Rodrigo Manrique y de su hijo, Jorge Manrique, aunque posteriormente se perdió la pista de su paradero. Triste sino el nuestro, por cierto, el de olvidarnos de nuestros grandes escritores tanto en la vida como en la muerte. Pero, tal vez por pura sugestión, es fácil sentir la huella de aquellos hombres en el silencio de la iglesia de Uclés. Y a modo de homenaje, me apetece reproducir aquí ahora el principio y el final de los que me parecen algunos de los más hermosos versos que se han escrito en lengua castellana. En 1477, ni más ni menos.

COPLAS DE DON JORGE MANRIQUE POR LA MUERTE DE SU PADRE

I

Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor.

XL

Assí, con tal entender,
todos sentido humanos
conservados,
cercado de su mujer
y de sus hijos e hermanos
e criados,
dio el alma a quien gela dio
(el cual la ponga en el cielo
en su gloria),
que aunque la vida perdió,
dexónos harto consuelo
su memoria.

Jorge Manrique, 1477

Y si lo queréis con música (¡gracias, Paco Ibáñez!):

http://www.youtube.com/watch?v=C4cP7lq2mhQ




viernes, 9 de julio de 2010

Sabe, oh príncipe... ("El heredero de Tartessos" en "El Norte de Castilla")


El pasado sábado 3 de julio, en el suplemento cultural La sombra del ciprés, del periódico El Norte de Castilla, Ciro García publicó el artículo "Sabe, oh príncipe...", en el que, tomando como punto de partida El heredero de Tartessos, desarrolla su tesis de que "parte de la novela histórica moderna es heredera del mito romántico de que cualquier tiempo pasado fue mejor." Me ha parecido interesante, así que os lo reproduzco a continuación.

Sabe, oh príncipe...

Parte de la novela histórica moderna es heredera del mito romántico de que cualquier tiempo pasado fue mejor

El talismán de la costurera. Ciro García.

En la nota final de ‘El heredero de Tartesos’ su autor, Arturo Gonzalo Aizpiri, afirma que, antes de comenzar a documentarse en serio, veía la península de la época prerromana casi como la Aquilonia de Conan. Sospecho que la elección de este reino de la imaginaria era Hyborea –de entre todos los que recorre el bárbaro en su saga y en el que llega a reinar – no está hecha al azar, ya que, con más o menos precisión, la situación geográfica de esa Aqilonia se correspondería con la mayor parte de España y el sur de Francia. Líneas más tarde el autor nos dice que al estudiar la época cae en la cuenta de que la ‘terra incognita’ no lo es tanto, pero que aún así quedan los suficientes espacios en blanco para dejar volar la fantasía. Tratándose de una novela y no de un ensayo histórico esta justificación –aunque la honestidad se agradece– sobra.

No creo exagerar si digo que una buena parte de la novela histórica moderna es heredera, en mayor o menor medida, de aquella corriente romántica que parecía pensar que todo tiempo
pasado fue mejor o al menos más interesante, o más justo, o más bello, o más ‘humano’. Lo curioso es que la fantasía épica, si bien no toda, obedece también a este planteamiento y lo radicaliza, bien creando pasados míticos imaginarios o bien mundos enteros.

De hecho son géneros que en ocasiones se mezclan: cabe recordar ‘Soldados en la niebla’ y sus secuelas ‘Soldado de Areté’ y ‘Soldado de Sidón’, esa ingeniosa serie imaginada por Gene Wolfe, en la que un mercenario latino que ha perdido la memoria inmediata, se va relatando a si mismo sus aventuras –en las que dioses y toda clase de seres míticos no dejan de intervenir–; o las novelas de Tim Powers, donde la misma historia es explicada en función de la relación del hombre con criaturas y fuerzas sobrenaturales –‘La fuerza de su mirada’, por ejemplo, es la interpretación del mito del vampiro así como del hecho poético, que parte de cierta famosa reunión de poetas en Ginebra–; no olvidemos a los góticos del XIX, precursores en cierta forma, remontando sus historias fantasmales a una edad media de cartón piedra; el mismo Shakespeare que, si bien no era novelista, usaba el hecho ‘histórico’ en sus dramas, aderezándolo a su conveniencia con toda suerte de elementos mágicos y presagios. Quizás uno de los ejemplos más patentes sea Robert E. Howard, el creador del ya mencionado Conan, cuyos relatos fantásticos tienen en su mayoría un trasfondo histórico. Nada raro en un enamorado de la historia como lo era él. Aunque más enamorado de su idea de un pasado honorable, maravilloso y terrible a un tiempo, lo que le lleva a torcer la historia a su gusto, a inventar, incluso, esa prehistoria fabulosa, la era Hyborea, dónde tiempos y civilizaciones que no se encontraron pueden coincidir.

También pertenece a esta mixtura de corrientes la novela de Aizpiri ‘El heredero de Tartesos’. En ella la documentación histórica está muy cuidada, hasta el punto de tener algo de reportaje
divulgativo. Pero también es una historia dónde, como en las antiguas epopeyas, el elemento fantástico tiene una importancia capital en la trama. Y también se encuentra en ella ese sentido
heroico del honor y la amistad, tal vez no mejor que otros valores, que tal vez no haya sido nunca, pero que es grato encontrar en las páginas de un libro.


viernes, 2 de julio de 2010

Cura de humildad en Segóbriga


Nunca me canso de visitar yacimientos arqueológicos de ciudades romanas. Me obligan a ver nuestro propio tiempo con otros ojos y representan para mí, por ello, una cierta cura de humildad. Ha sido el caso este pasado fin de semana, cuando aprovechamos el sábado por la mañana para visitar las ruinas de Segóbriga, en las cercanías de Saelices, provincia de Cuenca, a 103 kilómetros de Madrid.

Tal y como señala la página web del yacimiento, “inicialmente, sería un castro celtibérico que dominaba la hoya situada al norte de la ciudad, defendido por el río Gigüela. Tras la conquista romana, a inicios del siglo II a. C., Segóbriga se convirtió en un oppidum o ciudad celtibérica, quizás nombrada por primera vez en las luchas de Viriato, hacia el 140 a. C. Tras las Guerras de Sertorio, hacia el 70 a. C., pasó a controlar un amplio territorio como capital de toda esta parte de la Meseta, cuando Plinio la consideró capuz Celtiberiae o inicio de la Celtiberia. En tiempos de Augusto, poco antes del cambio de Era, dejó de ser una ciudad estipendiaria, que pagaba tributo a Roma, y se convirtió en municipium o población de ciudadanos romanos. Fue entonces cuando se produjo su auge económico como cruce de comunicaciones y centro minero de lapis specularis o yeso traslúcido utilizado para cerrar ventanas, por lo que inicia un admirable programa de construcciones monumentales que finaliza hacia el 80 d. C, fecha en que la ciudad debió alcanzar su mayor desarrollo, plenamente integrada en el mundo romano.”

No he podido encontrar ninguna estimación de la población que pudo tener la ciudad en sus momentos de esplendor en época de Vespasiano, pero no pudo ser muy numerosa teniendo en cuenta la limitada extensión del cerro (hoy llamado muy significativamente Cabeza del Griego) que ciñeron sus murallas. Y, a pesar de ello, sus equipamientos monumentales son absolutamente impresionantes. La ciudad contó con un anfiteatro con capacidad para 5.500 espectadores, además de teatro, termas y gimnasio, un circo para carreras de carros, un magnífico foro público. Y todo ello abastecido de agua corriente mediante un acueducto que la traía por una tubería de plomo desde una distancia de tres kilómetros.

Paseando con Ángela y un grupo de amigos a primera hora, antes de que el sol conquense se hiciera inclemente, me pregunté cómo es posible que un pueblo tenga una vocación civilizadora tan vigorosa y un sentido del orden tan preciso como para multiplicarse de ese modo por todos los rincones del mundo a su alcance. Segóbriga, una ciudad de escasa importancia en un rincón remoto del Imperio, era una copia a escala de Roma, más pequeña, pero con todos los atributos y la completa visión del mundo del original que la creó. Segóbriga es una constatación de que Roma había decidido ser fiel a sí misma allí donde llegaran sus legiones y sus leyes.

No dejéis de ir a Segóbriga. Tiene además un pequeño pero correcto Centro de Interpretación y Museo, y un soberbio paisaje de la campiña que recorre el río Cigüela.

Si queréis más información, la página Web del yacimiento es muy completa:


Vale.