domingo, 26 de abril de 2020

ALBACETE NOS ESPERA (Tras las huellas de Aníbal XXI)


A principios de marzo reservé una habitación para las noches del 20 y el 21 del mes en el hotel Los Llanos de Albacete. Ángela estaría pasando esos días en Barcelona y era la ocasión ideal para uno de mis fines de semana arqueológicos. El plan era espectacular: me reservaba el museo arqueológico de la ciudad, con sus grandes joyas de la estatuaria íbera, para el domingo por la mañana, antes de regresar a Madrid, y el sábado lo dedicaba a visitar yacimientos y lugares arqueológicos: Libisosa, en Lezuza, el Tolmo de Minateda en Hellín y, para rematar el día, dos lugares emblemáticos por los tesoros artísticos que dieron a la luz: el Cerro de los Santos, en Montealegre del Castillo, y la cercana Chinchilla de Monte-Aragón, en cuyo término municipal fue hallado el monumento funerario turriforme de Pozo Moro. Y, si las horas de sol fueran lo suficientemente elásticas, aún había otras citas inexcusables en la agenda: las necrópolis del Llano de la Consolación y de Los Villares, el poblado ibérico del Amarejo en Bonete y unas cuantas más.

¿Y cuál es el nexo de unión de estos lugares con Aníbal, dónde en ellos se encuentran sus huellas? La realidad es que es imposible formarse una idea del mundo ibérico que conocieron los Bárquidas sin prestar la atención que merece la provincia de Albacete. Es cierto que Jaén presume de una sensacional abundancia de yacimientos y hallazgos de arte íbero, y no seré yo quien objete la idoneidad de la capital jiennense para albergar el flamante Museo Íbero, pero evitemos, por favor, que Albacete se convierta en una minusvalorada cenicienta.

Mi fin de semana albaceteño, como saben bien todos los lectores, se vio truncado por la terrible circunstancia que vivimos: el día 14 de marzo el gobierno declaró el estado de alarma en el país para hacer frente a la brutal embestida de la pandemia del COVID-19. Quedaron prohibidos los desplazamientos no esenciales, se ordenó la reclusión de los ciudadanos en sus domicilios y se cerraron hasta nueva orden, además de la mayor parte de las actividades económicas y comerciales, todos los museos y espacios culturales visitables, incluyendo, claro está, centros de interpretación y yacimientos arqueológicos; los hoteles siguieron el mismo camino pocos días después. Había sucedido lo inimaginable: el más pavoroso cisne negro nos sobrevolaba a todos, devastando los horizontes de todo el mundo. 

Cuando escribo esto, el 24 de abril, el estado de alarma continúa y lo hará al menos hasta el 9 de mayo, cuando concluye la tercera prórroga aprobada por el Congreso de los Diputados. En el mundo son ya casi 3 millones de contagiados y más de 200.000 fallecidos. En España contabilizamos hoy 207.634 casos confirmados y 23.190 muertes. Son cifras terribles, sobrecogedoras: la tragedia presente y futura que entrañan no cabe en estas páginas concebidas para otro propósito, pero nada, ni siquiera este humilde y amable reportaje arqueológico, puede dejar de hacerse eco de ella.

A los que ya no están, a los que combaten la enfermedad y a quienes siguen –seguimos- resistiendo con nuestra disciplina social y nuestros aplausos a las 8:00 de la tarde en los balcones les debemos, nos debemos, tres cosas: gratitud, respeto y esperanza.

En las últimas 24 horas hemos tenido 288 fallecidos, la cifra más baja desde el 18 de marzo, y 1729 nuevos contagios confirmados, con un incremento respecto a ayer del 0,8 %. Hoy los niños han podido salir de nuevo a jugar a la calle y sus gritos, abriéndose paso entre las sirenas, dan un mensaje en esta mañana de domingo de nubes y claros: hay esperanza, claro que hay esperanza.

Saldremos adelante, unidos a pesar de los mezquinos.

Y un día cada vez más cercano, si el azar y la cautela siguen protegiéndonos, tendrá lugar este fin de semana pospuesto. Ahí fuera el mundo entero, España y Albacete nos esperan.

La fotografía que encabeza este post procede del perfil de Facebook del yacimiento arqueológico de Libisosa; vaya mi agradecimiento a un equipo que no deja de compartir con todos sus seguidores las maravillas que descubren.

sábado, 18 de abril de 2020

POLIBIO Y TITO LIVIO: GRIEGOS Y ROMANOS (Tras las huellas de Aníbal XX)


Es ya un lugar común contraponer a griegos y romanos atribuyendo a los primeros el genio racional y creador y la viveza de espíritu y a los segundos la fecundidad ingenieril, militar y normativa, a aquellos el arte y a estos la técnica, a los griegos el individuo libre y curioso y a los romanos la disciplina administrativa y social. Todas estas generalizaciones tienen mucho de tópico, pero la verdad es que esa es exactamente la impresión que me produce la lectura de Polibio y Tito Livio, las más recurridas de mis fuentes en este relato de los pasos de Aníbal por Hispania.

Polibio nació alrededor de 210 a.e.c. en Megalópolis, capital de la Liga Aquea, en Arcadia, región ideal de la poesía bucólica. Recibió una completa formación política, filosófica y militar, llegando a ser hiparco de la Liga. Como tal participó en la embajada en la que esta puso su ejército a disposición del cónsul Quinto Marcio Filipo en la tercera guerra Macedónica que concluyó con el dominio definitivo de Roma en la región. A pesar de ello los triunfadores pusieron en duda la lealtad del hiparco Polibio a su causa, y le obligaron a permanecer largos años confinado en la capital del Tíber. Esta estancia obligada cultivó en él admiración hacia Roma, pero mantuvo siempre vivo el amor hacia Grecia. Cuando recobró su libertad de movimientos Polibio viajó extensamente, y sus escritos rinden siempre tributo a lo mejor de la historiografía griega: son, siempre que es posible, producto de la observación de primera mano[1], están llenas de jugosas reflexiones sobre las causas últimas de los sucesos y muestran un cosmopolitismo y una agilidad narrativa que recuerda al lector a los mejores reportajes periodísticos de nuestros días.

Tito Livio fue un personaje distinto en casi todo. Pasó casi toda su vida en Patavium (Padua), donde nació en 59 a.e.c. De su ciudad tomó un carácter sobrio, provinciano y conservador. Tanto durante su tiempo en Padua como en sus estancias en Roma, más frecuentes a medida que adquirió celebridad como historiador, mantuvo una reducidísima vida social, permaneciendo recluido en su gabinete literario, entregado en cuerpo y alma a la composición de su monumental obra sobre la historia de Roma. Livio escribe al servicio de su patria, de una idea ética y apologética de Roma, y lo hace compendiando como un exquisito funcionario aquellas fuentes que le son útiles por constatar la superioridad política y militar, civilizatoria, de Roma.

Comprenderá el lector que, aunque acuda a uno y otro por ser en gran medida complementarios, siempre que pueda elegir me quede con Polibio. Me parece mucho más divertido. Además, se interesa por los púnicos como un objeto de atención en sí mismos, no solo en tanto que perversos enemigos de Roma. Polibio sabe encontrar tiempo para relatarnos la intrahistoria de los cartagineses, lo que les pasa cuando no tienen un romano observándolos.

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Tal vez es por eso por lo que Polibio da luz a muchos episodios que Livio resuelve con elipses o saltos sumarísimos, o siente la necesidad de embarcarse en rigurosas explicaciones de contexto que pueden ocuparle durante páginas. Un buen ejemplo de ello es el excurso geográfico que considera preciso para dar cuenta de la ruta tomada por Aníbal y su ejército en su viaje a Italia: cuatro páginas dedicadas a hacer una descripción de las tres partes en que divide al mundo conocido: Asia, África y Europa. Pero es que, explica juiciosamente Polibio, «para evitar que el desconocimiento de los lugares convierta mi exposición en ininteligible, habrá que explicar de dónde partió Aníbal, los lugares que atravesó, sus dimensiones y a qué partes llegó de Italia. […] Pero si se trata de lugares desconocidos, su mención desnuda equivale a la pronunciación de palabras sin significado, que penetran en el oído, pero no hallan soporte en la mente».

Y, al contrario, en este empeño racionalista de proporcionar todo el necesario «soporte en la mente», Polibio ignora los episodios de tono mítico, por no decir mágico o esotérico, que la tradición historiográfica antigua atribuye a Aníbal. Tales episodios sí le son gratos a Tito Livio, sin duda porque proporcionan buen material para el relato dirigido a la mentalidad romana, siempre inclinada a dar pábulo a señales y augurios de todo tipo –buen ejemplo de ello es el famoso sueño de Aníbal en el Ebro, al que no tardaré en referirme- y a prestar atención a manifestaciones religiosas propias y ajenas.

De estos episodios, a pocos se les atribuyó tanto impacto como a la visita que realizó el Bárquida al santuario de Melqart a Gadir en vísperas de su partida hacia Italia. Veamos en qué contexto se produjo.

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Tras su exitosa campaña contra los pueblos de la meseta y la resonante conquista de Sagunto, Aníbal supo que la suerte estaba echada. Sus actos equivalían a una declaración de guerra, y no le cabía duda de que el mensaje habría llegado alto y claro al Senado romano.

En efecto, así fue. Las noticias de la caída de Sagunto, considerada ciudad inexpugnable, tuvieron un enorme impacto. «A los senadores –nos dice Livio- les invadió un pesar tan profundo y al mismo tiempo lástima por los aliados tan indignamente exterminados, así como vergüenza por no haberles prestado ayuda y cólera contra los cartagineses y miedo por la situación en su conjunto como si ya el enemigo estuviese a la puerta, que, conturbados sus ánimos con tantos sentimientos simultáneos, en vez de tomar decisiones se azoraban».

Por último, los romanos –continuamos ahora con Polibio- «eligieron unos embajadores y los enviaron sin dilación a Cartago[2]. Debían proponer alternativamente dos cosas: si aceptaban la primera, los cartagineses sufrían a todas luces daño y vergüenza; la segunda les representaba el inicio de problemas y de grandes peligros. En efecto, los romanos exigían la entrega del general Aníbal y de sus consejeros; de lo contrario, habría guerra». Es decir, como pondríamos en términos coloquiales, o susto o muerte. Y es bien sabido que los prohombres cartagineses, viendo a su alcance cobrarse las numerosas deudas y afrentas que tenían pendientes con Roma, eligieron muerte.

La guerra estaba servida.


[1] El propio Polibio, por ejemplo, declara que llevó a cabo personalmente la travesía de los Alpes para conocer de cerca las dificultades a que hubo de hacer frente Aníbal.
[2] En este punto Tito Livio, siempre tan atento a demostrar que las actuaciones de Roma estaban escrupulosamente ajustadas a derecho, puntualiza que lo hicieron «para cumplir con todos los requisitos legales previos a la guerra».