Tras muchos años de visitas arqueológicas, creo que es la primera vez que he tenido que mirar hacia arriba para disfrutar contemplando mosaicos romanos. Es decir, lo normal es que los mosaicos estén en el suelo, enterrados, y creen una trepidación expectante cuando los arqueólogos, con su arte paciente y pulcro de pinceles y escobillas, los van devolviendo a la luz, en una epifanía inagotable de tesoros artísticos. Pero en Centcelles (Constantí, Tarragona), el guión fue bien distinto. Resulta que en el siglo XIX un payés llamado Antoni Soler compró una antigua ermita y la convirtió en masía. La estructura más singular del edificio era una vasta cúpula enyesada que creaba un hermoso espacio lleno de ecos en su interior.
Algún tiempo después se desprendió una sección del yeso de la bóveda. Y allí estaba, para estupor de todos, el esplendor de un soberbio mosaico tardorromano. El tiempo acabaría revelando toda su magnitud. Cuando se completó en el siglo IV, lo formaron ni más ni menos que un millón de teselas multicolores.
Son distintas las teorías sobre la historia y función del lugar. Pudo haber servido de mausoleo en honor del emperador Constante, hijo de Constantino I el Grande, tras ser asesinado en Hispania por el usurpador Magencio. O pudo ser una villa aristocrática, o un edificio de culto de los primeros cristianos.
El visitante puede dejar que su corazón elija sus propias respuestas cuando se sumerja en la milenaria penumbra del lugar. Al hacerlo, conviene que dedique un instante de gratitud al Instituto Arqueológico Alemán, que salvó el edificio de la destrucción al comprárselo al propietario en 1959 -cuando en España no se prestaba mucha atención a estas fruslerías- para cedérselo en los años 70 del pasado siglo a las autoridades españolas. Tomemos nota.
No hay comentarios:
Publicar un comentario