En el Museo Íbero de Jaén, nada me impresiona tanto como el betilo de la diosa del Sol hallado en Puente de Tablas. En su vitrina de luces y sombras, ejerce sobre mí una fascinación difícil de explicar. La observo largamente, me marcho y regreso de nuevo. Mantengo con ella una conversación inconfesable. Es como si en su presencia hubiera algún misterio a punto de revelarse, o alguna secreta fuente de certidumbre. No es extraño: al fin y al cabo, ella vio nacer el sol en los equinoccios durante generaciones. Ella vio, y recibió, el sacrificio de las cerdas preñadas, la sangre y el azufre. En la penumbra de la sala del museo se abraza el vientre y parece no haber muerto del todo.
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