Parece mentira: soy de familia de raigambre burgalesa, hijo como quien dice de la ribera del Duero, y en sus ya diez años de vida no había encontrado ocasión de visitar el Museo de la Evolución Humana. Lo he hecho en este agosto en que la COVID-19 ha dejado desiertas muchas instituciones culturales, y me ha impactado.
Es verdad que apabulla un poco el edificio para un contenido más bien modesto en cantidad, pero es un hermosísimo espacio, aéreo y sereno con sus geometrías de planos, terrazas y paralelepípedos. Y tiene una sala maravillosa que por sí sola merecería el edificio entero: la que alberga algunos de los hallazgos originales más trascendentales del yacimiento de Atapuerca. Poder estar en la penumbra silenciosa de la sala frente a la pelvis Elvis, la bifaz Excalibur o el cráneo nº5, el famoso Miguelón, me produjo una honda emoción, respetuosa y propicia a los misterios. El cráneo es especialmente sobrecogedor. Hace medio millón de años perteneció a un individuo que me hubiera mirado con ojos ya inteligentes. Como los de la corpulenta figura de Homo Heidelbergensis que han recreado los conservadores del museo, y que como testimonio del tiempo que vivimos luce ahora una mascarilla quirúrgica. Ese detalle parece haberle convertido, como por arte de magia, en humano.
Espectacular la librería del museo. Y un bonito detalle homenajear en un gran panel con sus nombres a todos los participantes en las excavaciones de Atapuerca entre 1978 y 2018.
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