martes, 23 de julio de 2024

EL CABALLERO ÍBERO DE LOS VILLARES (Dibujos Arqueológicos XXXI)

 


Tal vez por el hecho de estar confinada a menudo en museos fuera del circuito de las grandes instituciones museísticas de referencia, creo que se ha subestimado sistemáticamente el valor artístico de la estatuaria ibérica, más allá de un reducido número de piezas icónicas, como la Dama de Elche. Basta visitar los tesoros que contiene el museo de Albacete para tomar conciencia de ello. Piezas como los llamados caballeros hallados en la necrópolis de Los Villares, en Hoya Gonzalo, son un perfecto ejemplo. Combinan las tradiciones griega y oriental en figuras de impactante expresividad, con una inconfundible identidad propia. Me encantaría ver un día una estatua íbera como esta en el museo del Prado. 

Aunque, pensándolo mejor, es preferible viajar a Albacete para verla. Bien lo merece.


jueves, 4 de julio de 2024

LA CENTURIA ROMANA DE BAENA (Tras las huellas de Julio César XXV)


Al salir del museo de Baena durante mi visita de la pasada Semana Santa, siguiendo las huellas de Julio César en la Campiña cordobesa, me di de bruces con un espectáculo que me dejó pasmado. Oí estruendo de tambores y fanfarrias y vi subir por la Plaza Mayor un alboroto de bruñidos dorados, estandartes y capas blancas y rojas. Al momento los tuve pasando frente a mí. Eran la Centuria Romana de Baena, marchando al paso con entusiasmo marcial. Había hombres y mujeres, adultos, adolescentes y niños. Observé los rostros curtidos y me hice cargo de que cada cual había robado horas al tractor o a los estudios o a los juegos infantiles para venir a compartir ese acto colectivo de devoción, sobre todo, a sí mismos.  Sentí que ante mí tenía algo valioso. Algo que hemos perdido los que hemos dejado que la ciudad nos aleje de este sentimiento de comunidad. Me hice la promesa de tener presente el ejemplo de esa festiva tropa romana, sudando bajo los yelmos al temprano calor de la primavera, al inicio de la Semana Santa en Baena. 











 

martes, 11 de junio de 2024

EL RECUERDO DE JULIO CÉSAR EN MUNDA (Tras las huellas de Julio César XXIV)



El gran enfrentamiento final entre las tropas de César y las de los hijos de Pompeyo en la Hispania Ulterior tuvo lugar el 17 de marzo de 45 a. C., en un lugar próximo al oppidum de Munda.  La localización sigue siendo controvertida; tradicionalmente se ha relacionado Munda con la cordobesa Montilla, situándose el campo de batalla en los Llanos de Vanda, regados por el río Carchena. Esta es la opción que yo he dado por buena, a la espera de que los arqueólogos diriman la cuestión con las técnicas modernas de teledetección, que tan buenos resultados han dado en la localización, ya sin ningún género de dudas, de escenarios de otros enfrentamientos en la zona, como el de la batalla de Baecula,  acaecida casi dos siglos antes entre cartagineses y romanos, en el cerro de Las Albahacas, próximo al municipio de Santo Tomé, en Jaén.

En el caso de Munda, a la identificación con Montilla asisten recientes descubrimientos arqueológicos, como el glande plúmbeo de honda hallado accidentalmente en 2023, durante unas labores agrícolas, cerca de la localidad. Lleva inscrito en un lado el nombre de Ipsca, ciudad íbero-romana próxima a Baena, y en el otro, las letras AR). A juicio del arqueólogo municipal del ayuntamiento de Baena, José Antonio Morena, una figura clave para el conocimiento de otros yacimientos clave en los alrededores, como Torreparedones, se trata de un «unicum», un objeto sin parangón, porque «es la primera vez que se encuentra un proyectil de plomo con el nombre de Julio César». La pieza y sus inscripciones, explicó Morena en una comparecencia ante la prensa, «nos sugieren que se habría producido un enfrentamiento entre cesarianos y pompeyanos en la zona de Montilla», aunque no sea posible asegurar que se trate de la decisiva batalla de Munda.

En todo caso, es una ubicación que encaja perfectamente con nuestro relato, más o menos equidistante con Ulia, Úcubis, Soricaria e Ipsca, y cercano a Spalis, si aceptamos la identificación de esta con Nueva Carteya.  Supongamos, por tanto, que fue ahí donde tuvo lugar una de las más sangrientas y decisivas batallas de la Antigüedad. El destino de Roma y de todo el Mediterráneo dependió de ella. Hace 2069 años, los dados del destino se lanzaron al tablero de Munda, y cayeron del lado de Julio César, dándole una de las victorias más importantes de su vida.

De Munda salió César como dueño indiscutible del mundo romano; bien puede decirse que es allí donde quedó enterrada la República romana. De la dureza del combate y lo incierto del resultado durante largas horas, y de la implicación del propio César, uniéndose a sus hombres en primera línea en los momentos críticos del combate, da testimonio la frase que se le atribuye en el relato de la batalla que hizo Plutarco: «In Farsalia pugnavi pro victoria, in Munda pro vita mea» («En Farsalia luché por la victoria, en Munda por mi vida»). 

*

Encuentro sin dificultad el lugar en la carretera de Espejo a Nueva Carteya, entre los mojones kilométrico 6 y 7: es un desangelado aparcadero de carretera, señalado por cinco cipreses crecidos que parecen servir de guardia de honor a un pilar formado por varios bloques irregulares de piedra. Aparco y me acerco para descifrar el texto, apenas legible, de la placa que explica la razón de ser del monumento. Dice así:

en recuerdo de Julio César

aquí se celebró la batalla de Munda

el 17 de marzo del año 45 a. C.

IN FARSALIA PUGNAVI PRO VICTORIA

IN MUNDA PRO VITA MEA

En este momento, a las cinco de la tarde de un sábado ya caluroso de marzo, el lugar no puede ser más solitario. Está rodeado por una inabarcable extensión de olivares surcados por una línea eléctrica. Basta el trino de un pájaro para ponerle dimensiones al silencio. Cuesta creer la enorme matanza que aquí aconteció hace algo más de dos milenios.

Sin embargo, el memorial tiene también sus momentos de esplendor, en los que reclama la atención de las fuerzas vivas de la comarca y, por tanto, de los medios de comunicación. Digo lo de las fuerzas vivas porque estas han encontrado siempre de lo más atractivo conmemorar a las fuerzas muertas. Basta curiosidad en Internet para encontrar algunos jugosos ejemplos de ello. Leo en Montilla Digital que, en este mismo lugar, el 17 de marzo de 2016, la Asociación Julio César conmemoró el 2061º aniversario de la Batalla de Munda; hay numerosas fotografías que dan fe de lo colorido del evento.  La centuria romana de Montilla rindió honores con todos sus estandartes desplegados, y una corona de laurel fue depositada en el monolito de manos del subdelegado del Gobierno y de Julio Merino, un veterano periodista local.

El subdelegado del Gobierno hizo algunas piruetas dialécticas para destacar al mismo tiempo la importancia de aquella batalla, porque si César hubiera sido derrotado «habría sido ejecutado aquí mismo, y Roma no hubiera sido nunca un imperio y habría continuado como la República que era», y entonar un canto políticamente correcto a la reconciliación, defendiendo la importancia de «rendir honor a los caídos […] sin distinción de bandos», ya que en la batalla perecieron «muchísimos cordobeses». ¡Toma ya! Impresionante profesión de fe romano-cordobesa. Hay que ver lo necesitados que estamos de identidad como para construirla sobre pilares (o monolitos) tan remotos y azarosos. 

Por su parte, Julio Merino hizo su propia elegía de la batalla que «cambiaría para siempre la historia del mundo», y aprovechó para tratar de impulsar el proyecto concebido por él para crear una Ruta de la Batalla de Munda, mediante la creación, ni más ni menos, de cinco museos en torno a un obelisco de veinticinco metros de altura, y un parque temático romano con «hipódromo, parque infantil, circo, anfiteatro, zoológico, foro y templo». Las cosas―esto lo digo yo―, o se hacen bien, o no se hacen. Por fortuna, Merino explicó que había conseguido interesar en el proyecto a un grupo inversor chino, dispuesto a poner los mil millones de euros del proyecto. ¡Mil millones, casi nada!

Quede dicho que el empeño de Julio Merino por rescatar el recuerdo de la batalla de Munda para hacer de ella un foco de atracción y desarrollo para la comarca me parece acertado y encomiable, aunque, amigo Julio, ¡hay que tener siempre cuidado con los cuentos chinos!








 

miércoles, 22 de mayo de 2024

EL ESPLENDOR ÍBERO Y ROMANO EN EL MUSEO DE BAENA (Tras las huellas de Julio César XXIII)


Basta acceder al patio de entrada del Museo Histórico y Arqueológico Municipal de Baena, ubicado en la Casa de la Tercia—por eso de que era allí donde cobraba sus diezmos la Iglesia— para quedarse asombrado. Augusto, Calígula y Livia saludan sedentes, en plena majestad. Los tres proceden del Foro de Torreparedones y cada uno cuenta su historia. Augusto se presenta como dios, imitando la postura de Zeus, con la mano izquierda alzada para sostener el centro largo que es atributo de la divinidad, aunque el emperador-dios conserva la toga de ciudadano romano. A Calígula se le reconoce por su característico calzado militar («mulleus»), hecho de piel de cachorro de león, aunque su rostro fue alterado tras su muerte, para darle parecido con su sucesor, Claudio. Y, en cuanto a Livia, solo podemos imaginar que es ella por su majestad, a pesar de que le falta la cabeza (ya entonces las mujeres parecían marcadas por la maldición de la anonimización).

Después entro en la sala de estatuaria ibérica y contengo la respiración. Este es casi un lugar de peregrinación para quienes nos dejamos emocionar por el testimonio del genio y la espiritualidad de aquel pueblo disuelto en el curso de nuestra historia. Las esculturas de animales, especialmente leones, transmiten toda la fiereza intimidatoria que se pretendió obtener al colocarlos en los monumentos funerarios de los príncipes turdetanos. Algunas son copias de obras que han viajado a Córdoba o a Madrid para que puedan ser disfrutadas por públicos más amplios, pero hay también algunas originales, y esas son las mejores, porque solo muestran sus secretos a quienes viajamos a Baena para conocerlas. De este modo, de paso, honramos el trabajo de beneméritos arqueólogos municipales como el de Baena, José Antonio Morena, gran impulsor de este museo y de los trabajos arqueológicos en Torreparedones. Entre las esculturas, mi favorita es el león del Cerro de los Molinillos; tiene las fauces entreabiertas para dejar a la vista los colmillos, pero, más que pavoroso, el efecto es casi hilarante. El león muestra una mueca que recuerda a la de las máscaras de las comedias del teatro griego.

Es obligado detenerse ante el gran tesoro rescatado del santuario ibérico de Torreparedones del que hablé en el capítulo anterior. En el museo está el capitel original, que remata los 2,8 metros de devoción del betilo dedicado a la diosa, una copia del cual se muestra también al visitante. Según indica la cartela, probablemente los ritos incluyeron vestir o desvestir el fuste con fines ceremoniales. Tengo que reconocer que siento más emoción ante este antiguo testigo de espiritualidad que ante un retablo barroco.

Junto al betilo, varias vitrinas muestran un gran número de exvotos dejados por los fieles en el santuario durante siglos. Son promesas de piedra caliza, que entrañan una conmovedora declaración de fragilidad, de vulnerabilidad ante el inaprensible misterio de la existencia. Hay representaciones humanas ceñudas, hierática, temerosas, incluso sonrientes.  Hay una que me estremece de un modo especial. Es una mujer desnuda que extiende sus manos sobre el vientre. Tiene nítidamente marcados los pechos y la vulva, y el pelo cubierto por una toca. Muestra una expresión implorante. Conmueve su desamparo, su ruego. Se ofrece ella entera a cambio de fertilidad.  

Un gran número de exvotos de Torreparedones representan pies o piernas. Se ve que el santuario se especializó en sanar esas partes en particular de la anatomía de sus fieles. Me recuerda a las ermitas marineras de la gallega Costa da Morte, aunque la piedra hace del fervor religioso íbero algo más contenido, más sobrio, tal vez más elegante, que el que expresan los exvotos en cera de Galicia. Los investigadores especulan si esa fijación con las extremidades inferiores de nuestro santuario íbero tiene que ver con el hecho de que Dea Cælestis fuera la protectora de los caminantes.

La sección romana del museo tiene también mucho interés. La thoracata imperial, es decir, la estatua con coraza militar del emperador ataviado como comandante supremo, en actitud «ad locutio», arengando a las tropas, es soberbia, a pesar de faltarle la cabeza y las extremidades. De la coraza penden una especie de solapas, llamadas pteryges, una de las cuales muestra la cabeza de un lince ibérico, como seña de identidad local.

Y están también los objetos sagrados que se hallaron en el fondo del pozo, de veinte metros de profundidad, que vi por la mañana, en la visita con Guadalupe, junto a las termas orientales de Torreparedones. Hay una jarrita de bronce que representa una cabeza femenina, seguramente de uso litúrgico. Y hay un altar de caliza con una inscripción que no deja lugar a dudas:

FONS

DOMINAE

SALUTIS

SALUTARIS

Es decir:

(Aquí está o esta es la)

FUENTE

DE LA SEÑORA

SALUD

SALUTÍFERA

(o salvadora)

Más claro, nunca mejor dicho, agua: el pozo de las termas tenía divinas propiedades sanadoras. Como señala, con asombro y humor, la cartela, se trata de un «“prodigium” de epifanía epigráfica». El altar fue hallado un 30 de marzo, festividad de Dea Salus en Roma. 






























domingo, 12 de mayo de 2024

LA CRÁTERA DE LA MONOMAQUIA DE LIBISOSA (Dibujos Arqueológicos XXX)

 


En su época de esplendor, la cerámica íbera decorada con pintura vascular alcanzó una expresividad inigualable. Hay innumerables ejemplos de ello, pero aquí muestro uno que me sedujo especialmente: la llamada «crátera de la monomaquia», hallada en la ciudad íbero-romana del Libisosa (Lezuza, Albacete), fechada entre finales del siglo II y comienzos del I a. C. Hay que ir allí, al museo de la Colección Arqueológica del municipio, para apreciarla con todo detenimiento y situarla en su contexto. Maravilla su precisión, su detalle, la plasticidad de las figuras en movimiento, la expresividad de los rostros, la fidelidad con que se reproduce la panoplia mediterránea de la época, con elementos romanos, como el casco montefortino, e íberos, como la falcata. Atrapa la claridad con que se expresa el ideal aristocrático que entraña, con los héroes enfrentados en combate singular al ritmo de la música sagrada del diaulos, haciendo del enfrentamiento una danza ritual. 

Infortunada Libisosa



martes, 23 de abril de 2024

TORREPAREDONES, una ciudad íbero-romana en lo más alto de la Campiña cordobesa (Tras las huellas de Julio César XXII)

 


Sí hubiera que elegir un lugar imprescindible para visitar en esta campiña cordobesa con resonancias cesarianas, tomen nota los lectores de mi recomendación: sin duda, la elección es el Parque Arqueológico de Torreparedones, en el término municipal de Baena―en su mayor parte, porque una porción cae en el de Castro del Río―. La corporación municipal baenense merece un rotundo aplauso: en 2005 tuvo la iniciativa de adquirir los terrenos del yacimiento para emprender un programa de excavación y puesta en valor, con cargo a los fondos FEDER y al «1,5% cultural», que continúa hasta hoy.  Ojalá muchos ayuntamientos de España tomaran ejemplo.

Visité Torreparedones recientemente y tuve la suerte de contar con una guía excepcional: Guadalupe, Guada para los amigos. Si tenéis ocasión, llamad al 618 003 325 (Aventur CityTour) y concertad una visita con ella.  

El descubrimiento del yacimiento de Torreparedones se remonta a 1833, cuando se halló fortuitamente un monumento funerario que contenía los enterramientos de dieciséis personas identificadas con el nomen Pompeius. No podía tratarse de familiares directos de Gneo y Sexto, los hijos de Pompeyo Magno, aunque seguramente sí de algunos de sus libertos, lo que dio al lugar el nombre de Mausoleo de los Pompeyos y lo ubicó de forma estelar en mi mapa de las huellas de César.

Es controvertido, no obstante, el nombre de la ciudad romana que prosperó en este otero que domina el oleaje de colinas y olivares que lo circundan. En su cúspide se erige un castillo medieval que un día sirvió para vigilar la frontera con el reino nazarí de Granada; en él puede verse un mojón geodésico que da cuenta de que, con sus 596 metros, este es el punto más alto de la campiña cordobesa.  La opinión tradicional predominante se inclina por identificarla con Ituci Virtus Iulia, mencionada por Plinio entre Úcubi (Espejo) y Tucci (Martos). Sin embargo, el hallazgo de una tubería de plomo inscrita con el nombre «Bora» apunta como alternativa a Bora Cerealis, también mencionada por Plinio.  Este nombre no está muy alejado del de Bursavo, el cual, contrariamente a los otros dos, si se menciona en el Bellum Hispaniense, en el contexto de un confuso incidente en el que dos nativos de esa ciudad, capturados durante la toma de Ategua, a la que llegaremos más adelante, acuden como embajadores de César para ganar para este la lealtad de sus conciudadanos, pero son traicionados y degollados por un caudillo local, quien, a su vez, es objeto de las iras de los bursavonenses.

―Lo que sí es seguro―explica Guadalupe―es que la ciudad que llamamos Torreparedones jugó un papel durante aquella campaña entre César y los hijos de Pompeyo. No sabemos de qué lado estuvo, pero, si quieres saber mi opinión personal, yo diría que del de los vencedores, del de César, porque un programa escultórico tan espectacular como el que se encontró en el foro, solía ser un gesto de agradecimiento por los servicios prestados.

El Foro es ciertamente impresionante: domina una vista que quita el aliento. La extensa plaza central está atravesada por una descomunal inscripción de loa a su financiador, que viene a decir que el prócer local, Marco Junio Marcelo, pagó su reforma «de sua pecunia», es decir, de su bolsillo. El lugar estuvo adornado con estatuas de personajes de la dinastía Julio Claudia, incluyendo al emperador Tiberio y su madre Livia, a Claudio (un visitante desalmado se llevó una réplica de su busto, situada sobre un pedestal) y a un emperador no identificado, cuya thoracata, expuesta en el museo de Baena junto con las demás esculturas, asombra por la calidad de su ornamentación.

Para llegar al Foro, atravesamos primero la espectacular puerta oriental, reconstruida para dar a los visitantes idea de su impronta original. Junto a ella puede verse la muralla original del oppidum íbero, del 600 a. C., pendiente aún de excavación, como lo está el ochenta y cinco por ciento del yacimiento, dicho sea de paso.  A corta distancia hay unas termas imponentes con un maravilloso estado de conservación, en pleno proceso de restauración. A la vista está el pavimento original, un «opus spicatum» que el tiempo ha ondulado, confiriéndole un aspecto fluido. El pozo del que se abastecían de agua las termas, con sus veinte metros de profundidad forrados de piedras en perfecto estado de revista, sigue maravillando hoy.

Cuando uno se pone hablar de Torreparedones, corre el riesgo de no terminar nunca, así que tendré que dejarme no pocas cosas en el tintero, como el rincón sin pavimentar en el Foro en el que los sacerdotes podían orar por el espíritu del emperador hollando directamente la Madre Tierra, o el Templo de la Concordia, con una piedra horadada donde las unidades militares que lo visitaban situaban su estandarte.  

Lo que no puedo dejar de destacar es el santuario íbero, situado extramuros contra la muralla, construido con anterioridad a la ciudad romana, aunque mantuvo vivo el culto hasta bien entrada la época de la colonia. Es un perfecto ejemplo de ese sincretismo religioso que tan bien supieron utilizar los romanos en su asimilación de los pueblos que se iban encontrando.  Fue dedicado inicialmente a la advocación de alguna versión turdetana de Tanit, para rebautizarse después, ya en época romana, en honor de Caelestis primero y de Juno después, bajo cuya protección se mantuvo hasta su abandono en el siglo II d. C. Durante todo el periodo se conservó la típica estructura fenicio-púnica de tres estancias, en este caso conectadas por una rampa ascendente, que culminaba en la sagrada cella, en la que se custodiaba el betilo de la diosa. En total fueron cuatrocientos años de espiritualidad que dejaron como legado un enorme número de exvotos de piedra, de los que 350 salieron a la luz durante la excavación. Más tarde pude contemplar una buena muestra de ellos en el museo de Baena.

De camino hacia la salida converso con Guadalupe sobre las circunstancias de la decadencia y abandono de la ciudad.

―El momento de esplendor fueron los siglos I y II d. C.―me dice―, y después entró en decadencia. Tal vez tuvo que ver con la escasez de agua, dado que no parece que contarán con ningún acueducto; tan solo con pozos y aljibes. Acaso terminara por no ser suficiente para una población que llegó alcanzar tal vez hasta siete mil habitantes.

―¿Cuándo se abandonó del todo?

―En el siglo XVI, tal vez por alguna peste, o por los fuertes efectos que tuvo en esta zona del terremoto de Lisboa.  Y esto está tan apartado que cayó en el olvido, hasta el siglo XIX, cuando apareció el Mausoleo de los Pompeyo, pero aun así tardó bastante en atraer atención. Lo cual es una suerte―concluye con una sonrisa de alivio―, porque el expolio ha sido mucho menor que en otros lugares.

Nos despedimos frente al centro de visitantes.

―¡No dejes de ir al museo de Baena!―me insiste Guada al despedirse―, ¡merece la pena!

Y ya lo creo que la mereció, pero de eso hablaremos otro día.