martes, 13 de mayo de 2025

AZAILA, LA MASSADA IBÉRICA (Tras las huellas de César XXXIV)

 


El yacimiento del Cabezo de Alcalá, junto al pueblo turolense de Azailaera una antigua asignatura pendiente para un amante de los íberos como yo. Quien haya visto una fotografía aérea del oppidum que corona el cerro, con su estructura de calles, muros y defensas asemejándose al esqueleto de un pez de dimensiones geológicas, apunta de inmediato la visita en la lista de deberes impostergables.

Si elegí Azaila para incorporarla a mis pesquisas sobre César fue porque John S. Richardson, en su «La Hispania romana», declara con rotundidad: «Azaila poseía edificios de estilo romano en la época de su destrucción, acaecida probablemente durante el sitio de Ilerda». Pero el consenso científico actual afirma que la ciudad,  cuyo nombre no es desconocido, fue asediada y destruida entre el 74 y 72 a. e. c., durante la guerra de Sartorio. Una vez más Sertorio, Pompeyo y César ven cómo se entrecruzan sus pasos, planteando a menudo rastros ambiguos que confunden al viajero.

Nuestro conocimiento sobre el oppidum no ha dejado de crecer desde las excavaciones pioneras de Juan Cabré en 1919. Hoy sabemos que el ejército que la asedió la circunvaló con un terraplén coronado por una empalizada y un foso, y que finalmente necesitó construir una rampa de asalto que permitió superar las murallas de la ciudad para acceder a su interior. Lo que no sabemos aún es qué posición ocupó cada bando, y si el comandante que dirigió el asedio fue Quinto Sertorio, Quinto Cecilio Pío o el mismísimo Pompeyo Magno.

Visito el Cabezo de Alcalá en un domingo de comienzos de marzo. Llovizna y hace un aire helado que desmiente la impronta primaveral que un tapiz de flores amarillas confiere a los campos. De una caseta de recepción de visitantes sale a mi encuentro un guarda que se presenta como Álvaro. Conversamos unos minutos mientras me descargo la audioguía y pago la entrada (en efectivo, porque «aquí no tenemos ni electricidad, somos como los íberos».). Alvaro me explica que en el yacimiento no se ha excavado desde 2008, pero que es posible que los trabajos se reanuden el verano próximo. La misma historia se repite en todos estos parajes agrestes y solitarios que un día habitaron los antiguos.

Comienzo la visita y de inmediato me atrapa el poder evocador del lugar. Las estructuras defensivas que ciñen el cabezo, con fosos y largos lienzos de muralla reconstruidos en muchos puntos, son impresionantes. Dejo atrás los restos de la rampa de asalto —entre los cuales Juan Cabré halló un espectacular túmulo- y una espectacular cisterna forrada de piedra y accedo a la ciudad por una vía pavimentada en la que se aprecian las rodadas de los carros, y que va a darse de bruces con un templo in antis. El recinto cuenta con un altar en el que se encontró el célebre toro de bronce de Azaila y un impactante conjunto escultórico íbero-romano que se exhibe en el MAN. En el suelo se distingue una incongruente inscripción de cuando se acantonaron en el lugar tropas republicanas durante la guerra civil: «VIVA CNT». En todas las épocas ha habido el mismo instinto bárbaro de dejar las huellas de nuestra existencia efímera a costa del patrimonio.

Continuó recorriendo las calles y me admira la calidad de los pavimentos y del trazado urbano, en el que se combinan los rasgos ibéricos con los romanos. Es evidente que la guerra puso un fin abrupto a un acelerado proceso de romanización, en el que las élites íberas habían abrazado la forma de vida de los conquistadores, como demuestran las termas, de las más antiguas de España, que se han excavado en el barrio extramuros. Me acerco al punto por el que finalmente se produjo el ataque decisivo; la audioguía hace un vívido relato de cómo se produjeron los últimos compases del asedio. «Tómense un momento y miren el paisaje. Imaginen la ciudad, totalmente rodeada por un talud de tierra coronado por una empanizada de madera con un foso hacia el interior. Imaginen al ejército enemigo, esperando la orden de asalto final y a los defensores, disparando con todo lo que tuviesen y apagando los incendios dentro de la ciudad. […] Tras las almenas, los defensores veían cómo, poco a poco, día a día, el enemigo se iba acercando con la rampa de asalto. […] Imagínenselo. Por más que les arrojasen flechas, proyectiles de plomo con hondas, proyectiles de catapulta, nada, seguían acercándose. Los defensores se preparan para el asalto y construyeron barricadas en las calles. Cabré encontró dos. […] Los defensores habían decidido defenderse hasta el final, no había lugar a la rendición. […] Parece que en la ciudad decidieron morir matando y se prepararon para una lucha por las calles, casa por casa, en cada rincón de la ciudad. Terrible». El empeño de la voz que escucho en el auricular por devolverme a los gritos y el furor de la batalla produce un contraste difícil de encajar con la inmensa calma que me circunda. Los ecos de la guerra de antaño son como un recordatorio de que a menudo los hombres son víctimas de sus propias pesadillas. Los fantasmas de esas pesadillas siguen habitando en las piedras antiguas, cuando se nos indica donde mirar.

Desde la necrópolis íbera, a las afueras de la ciudad, me giro para echar una última mirada antes de emprender el regreso. Contemplo los restos de la rampa (agger) y recuerdo que esa misma fue la técnica que utilizó Lucio Flavio Silva, en el 73 e. c. para rendir a la obstinada Massada hebrea, que ha pasado a la historia como un ejemplo universal de resistencia numantina. Resulta que nosotros tenemos nuestra propia Massada ibérica, y ni siquiera conocemos su nombre. Ojalá un día no muy lejano salga de su anonimato.















































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