El yacimiento del Cabezo de Alcalá, junto al pueblo turolense de Azaila, era una antigua asignatura pendiente para un amante de los íberos como yo. Quien haya visto una fotografía aérea del oppidum que corona el cerro, con su estructura de calles, muros y defensas asemejándose al esqueleto de un pez de dimensiones geológicas, apunta de inmediato la visita en la lista de deberes impostergables.
Si
elegí Azaila para incorporarla a mis pesquisas sobre César fue porque John S.
Richardson, en su «La Hispania romana», declara con rotundidad: «Azaila poseía edificios de
estilo romano en la época de su destrucción, acaecida probablemente durante el
sitio de Ilerda». Pero el consenso científico actual afirma que la ciudad, cuyo nombre no es desconocido, fue asediada y destruida entre el 74
y 72 a. e. c., durante la guerra de Sartorio. Una vez más Sertorio, Pompeyo y
César ven cómo se entrecruzan sus pasos, planteando a menudo rastros ambiguos
que confunden al viajero.
Nuestro
conocimiento sobre el oppidum no ha dejado de crecer desde las
excavaciones pioneras de Juan Cabré en 1919. Hoy sabemos que el ejército que la
asedió la circunvaló con un terraplén coronado por una empalizada y un foso, y
que finalmente necesitó construir una rampa de asalto que permitió superar las
murallas de la ciudad para acceder a su interior. Lo que no sabemos aún es qué
posición ocupó cada bando, y si el comandante que dirigió el asedio fue Quinto Sertorio,
Quinto Cecilio Pío o el mismísimo Pompeyo Magno.
Visito
el Cabezo de Alcalá en un domingo de comienzos de marzo. Llovizna y hace un
aire helado que desmiente la impronta primaveral que un tapiz de flores
amarillas confiere a los campos. De una caseta de recepción de visitantes sale
a mi encuentro un guarda que se presenta como Álvaro. Conversamos unos minutos
mientras me descargo la audioguía y pago la entrada (en efectivo, porque «aquí
no tenemos ni electricidad, somos como los íberos».). Alvaro me explica que en
el yacimiento no se ha excavado desde 2008, pero que es posible que los
trabajos se reanuden el verano próximo. La misma historia se
repite en todos estos parajes agrestes y solitarios que un día habitaron los
antiguos.
Comienzo
la visita y de inmediato me atrapa el poder evocador del lugar. Las estructuras
defensivas que ciñen el cabezo, con fosos y largos lienzos de muralla
reconstruidos en muchos puntos, son impresionantes. Dejo atrás los restos de la
rampa de asalto —entre los cuales Juan Cabré halló un espectacular túmulo- y
una espectacular cisterna forrada de piedra y accedo a la ciudad por una vía
pavimentada en la que se aprecian las rodadas de los carros, y
que va a darse de bruces con un templo in antis. El recinto cuenta con
un altar en el que se encontró el célebre toro de bronce de Azaila y un
impactante conjunto escultórico íbero-romano que se exhibe en el MAN. En el
suelo se distingue una incongruente inscripción de cuando se acantonaron en el
lugar tropas republicanas durante la guerra civil: «VIVA CNT». En todas las
épocas ha habido el mismo instinto bárbaro de dejar las huellas de nuestra
existencia efímera a costa del patrimonio.
Continuó
recorriendo las calles y me admira la calidad de los pavimentos y del trazado
urbano, en el que se combinan los rasgos ibéricos con los romanos. Es evidente
que la guerra puso un fin abrupto a un acelerado proceso de romanización, en el
que las élites íberas habían abrazado la forma de vida de los conquistadores,
como demuestran las termas, de las más antiguas de España, que se han excavado
en el barrio extramuros. Me acerco al punto por el que finalmente se produjo el
ataque decisivo; la audioguía hace un vívido relato de cómo se produjeron los
últimos compases del asedio. «Tómense un momento y miren el paisaje. Imaginen
la ciudad, totalmente rodeada por un talud de tierra coronado por una
empanizada de madera con un foso hacia el interior. Imaginen al ejército
enemigo, esperando la orden de asalto final y a los defensores, disparando con
todo lo que tuviesen y apagando los incendios dentro de la ciudad. […] Tras las
almenas, los defensores veían cómo, poco a poco, día a día, el enemigo se iba
acercando con la rampa de asalto. […] Imagínenselo. Por más que les arrojasen
flechas, proyectiles de plomo con hondas, proyectiles de catapulta, nada,
seguían acercándose. Los defensores se preparan para el asalto y construyeron
barricadas en las calles. Cabré encontró dos. […] Los defensores habían
decidido defenderse hasta el final, no había lugar a la rendición. […] Parece
que en la ciudad decidieron morir matando y se prepararon para una lucha por
las calles, casa por casa, en cada rincón de la ciudad. Terrible». El empeño de
la voz que escucho en el auricular por devolverme a los gritos y el furor de la
batalla produce un contraste difícil de encajar con la inmensa calma que me
circunda. Los ecos de la guerra de antaño son como un recordatorio de que a
menudo los hombres son víctimas de sus propias pesadillas. Los fantasmas de
esas pesadillas siguen habitando en las piedras antiguas, cuando se nos indica
donde mirar.
Preciosa crónica. Enhorabuena!!!
ResponderEliminar¡Gracias!
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