De la visita al Museo Civico
Archeologico de Bolonia nada me impresionó tanto como la espectacular colección
etrusca, de cuando la ciudad se llamaba Felsina («tierra fértil»). En realidad,
eso es lo que fue Bolonia durante la mayor parte de su historia, desde su
fundación, allá por el siglo X a. C., durante la colonización etrusca del valle
del Po, hasta su conquista por los celtas Boios en el siglo IV a. C. (fueron
ellos quienes la bautizaron Bona, ciudad fortificada). Habría que esperar al
189 a. C. para el inicio de la andadura de la Bononia romana.
Es impresionante el
amplísimo conjunto de piezas del siglo V a. C., marcadamente orientalizantes. Son
bellísimas las estatuas votivas de bronce del Monte Acuto, en especial las que
representan, respectivamente, a un hombre y una mujer en actitudes oferentes.
Y dejan sin palabras las innumerables urnas funerarias y estelas de
piedra halladas en las numerosas necrópolis excavadas en los alrededores de la
ciudad. Algunas son casi monumentales, con una minuciosa talla en ambos lados,
que muestra complejos relatos en los que el príncipe fallecido es secuestrado
por un demonio alado y llevado al más allá en un carro tirado por caballos
igualmente alados. Hay escenas de celebración y de guerra, de navegación y de
seres fantásticos, en un universo iconográfico que le trae al visitante el
recuerdo del arte ibérico, también con enigmáticos rasgos orientalizantes. Y es
inevitable establecer también paralelismos con las «piedras pintadas»
escandinavas que me cautivaron en el Historiska Museet de Estocolmo. Muchas
parecen primas hermanas, aunque las vikingas se tallaran más de un milenio
después.
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