Ya han sido mencionadas antes en este blog las guerras de Sertorio, que tuvieron como resultado final la
victoria de Pompeyo y Metelo y el afianzamiento de la influencia del primero en
Hispania. Esa fue la huella política que se encontró César a su llegada a la Ulterior. Pero hubo otra
huella aún más visible: el terrible rastro de devastación que una década
completa de conflicto, desde el 82 al 72 a. C., dejó en la miríada de ciudades
indígenas e íberorromanas de Hispania. Fue lo que motivó el epíteto de «infortunada
Hispania» que le adjudicó Floro, como víctima propiciatoria atenazada entre los
dos contendientes romanos. Y no olvidemos que César llegó a Córdoba apenas dos
años esfuerzo después del final del conflicto.
Pocos ejemplos son tan
paradigmáticos de este infortunado destino como Libisosa, situada en un cerrito
junto al actual municipio albaceteño de Lezuza. Libisiosa era por aquel
entonces, en el primer cuarto del siglo I a. C., una ciudad oretana
profundamente romanizada, con una aristocracia económicamente muy próspera por
el control que ejercía la ciudad sobre la vía Heraclea (más tarde conocida como
vía Augusta) que conectaba el valle del Guadalquivir con el Mediterráneo. Esta
aristocracia se había «autorromanizado», insertándose plenamente en los canales
comerciales romanos y adoptando unos referentes ideológicos plenamente
mediterráneos.
En el momento del inicio de
la guerra sertoriana, Libisosa, con sus cuarenta hectáreas de extensión dentro
de las murallas, sus abundantes recursos y su impacto estratégico, era un
activo demasiado valioso para que ningún bando dejara que cayera en manos del
otro. La ciudad intentó mantenerse neutral, pero no le sirvió de nada. En un
día de aquel periodo aún no datado con exactitud, fue objeto de un ataque
sorpresivo por uno de los ejércitos contendientes. Los libisosanos intentaron
defenderse, pero fueron arrollados. Los romanos atacantes debían sentirse muy
apremiados por la cercanía del ejército enemigo, porque ni siquiera saquearon
la ciudad. Decidieron reducir su extensión para hacerla más fácilmente
defendible y levantaron apresuradamente una muralla que encerraba las ocho
hectáreas situadas en la parte más alta del cerro. Las restantes treinta
hectáreas de la ciudad fueron demolidas, creando un ingente campo de
destrucción para obstaculizar un posible ataque enemigo.
El resultado fue, por una parte, una ciudad que pronto recuperó su prosperidad y obtuvo el Ius Italicus en época de Augusto, llevando aparejado el otorgamiento a la élite local de la ciudadanía romana. Y, por otra, dejar enterrada una ciudad íberorromana congelada en el tiempo por su súbita destrucción en el primer cuarto del siglo I a. C., en un episodio que supuso una pesadilla humana, pero todo un sueño arqueológico. Ese sueño comenzó a salir a la luz en 1997, cuando inició las excavaciones en el cerro José Uroz, de la Universidad de Alicante, más tarde relevado por su hijo Héctor, que aún sigue dirigiendo la actividad científica en el yacimiento. Pronto se comprobó el valor único de este, y la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha comenzó a respaldar la investigación de forma sistemática, declarando a Libisosa Parque Arqueológico regional y apoyando la creación, por parte del ayuntamiento de Lezuza, del Museo de la Colección Arqueológica, donde se exhibe una parte de la extraordinaria colección de piezas obtenidas a lo largo de veintisiete años de actividad.
Me he reservado un sábado de
noviembre, apacible y luminoso como pocos, para visitar la colección y el
yacimiento. Y he tenido la gran fortuna de contar con una guía de excepción:
Almudena Bejarano, responsable del museo y de la oficina de turismo de la
localidad. Almudena es arqueóloga y ha participado en el proyecto de Libisosa desde
su inicio. Su conocimiento, pasión y dedicación al visitante son admirables.
Almudena me muestra primero
la colección del museo, centrada en la ciudad oretana destruida por los
romanos, excavada en un sector descubierto en 2007. Hay todo tipo de artículos
propios del lugar y la época: vajillas de bronce, cerámica, vasijas, ánforas,
armas, una rueda de carro, una parrilla. Le pregunto si no se ha hallado
estatuaria ibérica, siendo como es tan rica en ella la provincia de Albacete, disputándose
con Jaén lo más alto del podio en la materia.
—No—responde Almudena—, la
estatuaria en el mundo ibérico es de una época anterior. A partir del siglo II
a. C. se impone en Libisosa la pintura vascular, sobre vasijas, para transmitir
el ideal aristocrático. Fíjate en esta: guerreros que combaten entre sí y
contra seres primigenios, jinetes, aves míticas. Y mira esta otra—me señala una
figurita de cerámica con aire de juguete infantil en la que un minúsculo
personaje se aferra a una figura protectora—: un príncipe libisosano abrazado a
la diosa madre; es una «hierogamia» que otorga legitimación divina a la estirpe
del príncipe.
Nos detenemos después ante
una vitrina que muestra una panoplia típicamente republicana: casco monfortino,
espada recta, pilum. «Lo interesante
es que son armas romanas—dice Almudena—, pero las portaban aristócratas oretanos.
No son armas procedentes de una tumba, lo que les habría conferido significado
ritual, sino de la ciudad misma convertida en campo de batalla. Y las pinturas
de la cerámica nos retratan a esos mismos aristócratas, provistos del mismo
armamento mediterráneo. Era una élite ya totalmente romanizada en el momento
del ataque a la ciudad».
Otro panel explica el hallazgo,
en una calle del mismo sector oretano, del esqueleto de una niña de ocho años,
con una pierna amputada y un golpe letal en la cabeza. Es un dramático
testimonio de la agresión repentina que sufrieron los libisosanos. Almudena me
muestra más tarde el lugar, cuando visitamos el yacimiento. Una cubierta
protege un edificio magnífico, de doscientos metros cuadrados, desde el que una
familia oligárquica desarrolló toda la cadena de producción de bienes textiles:
aquí se hallaron útiles de la labranza y esquileo, y puede verse aún una cuba
de plomo de las que se usaban para tratar la lana.
—Es idéntica a las que se
hallaron en Pompeya, en la llamada “oficina
lanifricaria”—Almudena va guiándome por la pasarela que recorre
perimetralmente el lugar—. De hecho, a Libisosa se le llama la “Pompeya ibérica”
por el efecto de enterramiento a que dio lugar la destrucción. Los muros tienen
casi dos metros de altura. La casa contigua debía ser de un comerciante de vino:
se han encontrado numerosas ánforas y tinajas de vino.
En lugar es asombroso y el
porcentaje excavado del yacimiento es aún muy reducido. Produce vértigo pensar
en lo que queda por excavar en esta Pompeya ibérica. Como dice uno de los
paneles informativos, queda una inmensidad por desvelar.
—Esa es la calle donde se
encontró el esqueleto de la niña—señala Almudena—. Aparecieron también aquí y allá
montoncitos de monedas, como si se le hubieran caído a quien intentara llevarse
el contenido de su caja fuerte, probablemente el propietario de la bodega de
vinos. Todo indica precipitación; no hubo tiempo para nada. Quedaron incluso
las ollas en el fuego.
La misma sensación de
urgencia transmite la muralla, construida a toda prisa por donde mejor venía. «Algunos
tramos se construyeron sobre los propios derrumbes de las casas oretanas,
causando problemas de estabilidad. Incluso se detectan los cortes entre
cuadrillas».
Pero ahí está la muralla,
más de dos milenios después, recuperando su aspecto original gracias a la
minuciosa restauración llevada a cabo por los arqueólogos del proyecto. Como
también emerge poco a poco el imponente foro abierto al paisaje manchego, y la
curia, y la basílica. Gracias a los recursos públicos y al tesón de los
arqueólogos, la infortunada Libisosa va cobrando vida de nuevo ante nuestros
ojos.
—¿Y no se sabe todavía cuál
fue el ejército atacante de entre los dos bandos romanos contendientes?—pregunto.
Almudena se encoge de
hombros.
—Los investigadores tienen
ya una hipótesis muy fundamentada, pero por respeto a ellos no puedo decir nada
hasta que se publique.
No queda otra que aguardar
con expectación esa publicación que nos dará luz sobre el triste destino de
Libisosa. Pero no hace falta esperar hasta entonces para conocer la infortunada
ciudad oretana. Basta con llamar a Almudena y reservar una visita guiada. Es la
mejor forma de apoyar un proyecto tan magnífico como este. Merece la pena.
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