martes, 19 de diciembre de 2023

EL CASTRO ÁRTABRO DE ELVIÑA (Tras las huellas de Julio César XVII)


Además del Museo Arqueológico e Histórico de A Coruña, de nuevo con Ana Martínez Arenaz y Marco Antonio Rivas pude conocer, en una visita breve pero impagable, el castro de Elviña. Elviña es una auténtica joya, todavía insuficientemente excavada y puesta en valor, aunque en los últimos años el Ayuntamiento de A Coruña está haciendo un encomiable esfuerzo con espectaculares resultados.

En conjunto, Elviña cuenta con tres recintos amurallados que se extienden por ocho hectáreas de extensión, con un imponente dominio visual sobre la ciudad de A Coruña, y más allá, el Océano Atlántico. En la línea de horizonte se recorta el que constituye el símbolo por antonomasia y uno de los mayores tesoros arqueológicos de Coruña: la torre de Hércules, fuente de mitos célticos y romanos.

Al acercarnos vemos aparecer, destacando en lo alto, los imponentes lienzos de muralla del castro, abrazando el cerro con una «croa» (corona), que confiere al lugar el aspecto de una acrópolis de los ártabros, el pueblo que construyó el oppidum a caballo entre los siglos IV y III a. C.  Les comento a mis acompañantes que voy siguiendo las huellas de Julio Cesar a lo largo y ancho de Hispania.

—Pues has venido al lugar correcto—responde sonriendo Marco Antonio—. El poblamiento de toda esta zona cambió mucho como consecuencia de la expedición de expolio de Cesar. Igual que el asentamiento descubierto bajo Príncipe 17, también el castro sufrió un hiato de despoblación a mediados del siglo I a. C. Elviña fue abandonado y amortizado, seguramente por los propios ocupantes, para evitar su destrucción a manos de los romanos. Tardaría en ser habitado de nuevo, ya con la ciudad romana construida en la bahía.

—Hay cierta controversia sobre si la Brigantium original estuvo aquí o en Betanzos—comento.

—Aquí, por supuesto, en Coruña—dicen ambos al unísono, con el mismo tono bienhumorado—; los últimos hallazgos, como los de Príncipe 17, parecen confirmarlo. Aunque más bien—continúa Ana—parece que Brigantium era una zona más extensa con distintos núcleos habitados desde Coruña hasta la ría de Betanzos.

Caminamos hasta la puerta de acceso al recinto de la «croa», flanqueada por dos torreones semicirculares que se proyectan desde una muralla muy bien conservada, con tramos de más de dos metros de altura. En su interior se suceden viviendas y edificios más amplios, seguramente de uso público. Marco Antonio me muestra cómo las viviendas se configuraban alrededor del hogar, creando espacios de luz y sombra, con las puertas exteriores situadas de tal modo que permitían contacto visual entre los miembros del mismo grupo familia. «El urbanismo era muy avanzado—explica—, con calles bien trazadas, e incluso desagües y canalizaciones de agua. Mira, todavía hay áreas con pavimento original».

Caminamos atravesando la «croa» hasta que alcanzamos la otra puerta de acceso al recinto superior, igualmente monumental que la anterior. Aquí Ana toma el relevo de la explicación, mostrando un gran edificio situado justo en el interior de la entrada. En uno de sus muros hay integrado un molino de mano.  Vemos también un hueco para encastrar un ara.

—Parece ser un edificio de culto—explica Ana—con distintos espacios, entre los que destaca, al fondo, la sala de los betilos. Ahí siguen, tal y como aparecieron.

Y ahí están, en efecto, tres betilos erguidos y uno caído, y un pequeño altar cuadrangular. 

—¿Los ártabros usaban betilos para el culto?—me sorprendo—. Si no me equivoco, son más bien de tradición fenicia o púnica.

—Exactamente—corrobora Ana—, es una clara influencia fenicia. Y se han encontrado otras piezas de origen gaditano como cuentas de pasta vidriada. Parece que este lugar era bien conocido por los comerciantes de Gadir, que fueron precisamente los que financiaron la expedición de César. Sabían lo que se podía expoliar.

Esta sección del castro es especialmente formidable, con murallas de cuatro metros de anchura que permitían tener sobre ellas adarves o caminos de ronda, y una calle muy bien trazada en su interior con el tránsito obstaculizado por grandes piedras situadas en ella deliberadamente. Tal vez sean testimonio del momento de alarma que se produjo al avizorarse las naves romanas en lontananza.

De camino hacia la salida pasamos por otra de las construcciones más notables del castro: un aljibe con paredes construidas con grandes sillares y sendas escaleras, también de piedra, enfrentadas. El cielo azul se refleja en el agua inmóvil del fondo. Está tan intacto que parece seguir esperando el regreso de los ártabros.  El lugar está rodeado por un murete. Explica Ana que lo construyeron los lugareños en tiempos más recientes para evitar la caída de ganado e incluso de niños traviesos.

Nos marchamos comentando los planes municipales de continuar las excavaciones y dotar al castro de Elviña, algún día, de un centro de interpretación. Desde luego, en lugar lo merece. He visto pocos oppida de esta envergadura en España; Elviña es comparable a Ullastret, Yecla la Vieja o Puente de Tablas. Y tiene, además, el reclamo de estar presente en él la huella de Julio César. Una huella de expolio y destrucción, dicho sea de paso, que se extendió por buena parte de la costa del noroeste, abriendo a la romanización las puertas de Galicia.

















 

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