Además del Museo Arqueológico e Histórico de A Coruña, de nuevo con Ana Martínez Arenaz y Marco
Antonio Rivas pude conocer, en una visita breve pero impagable, el castro de Elviña. Elviña es una auténtica joya, todavía
insuficientemente excavada y puesta en valor, aunque en los últimos años el
Ayuntamiento de A Coruña está haciendo un encomiable esfuerzo con
espectaculares resultados.
En conjunto, Elviña cuenta
con tres recintos amurallados que se extienden por ocho hectáreas de extensión,
con un imponente dominio visual sobre la ciudad de A Coruña, y más allá, el
Océano Atlántico. En la línea de horizonte se recorta el que constituye el
símbolo por antonomasia y uno de los mayores tesoros arqueológicos de Coruña:
la torre de Hércules, fuente de mitos célticos y romanos.
Al acercarnos vemos aparecer,
destacando en lo alto, los imponentes lienzos de muralla del castro, abrazando
el cerro con una «croa» (corona), que confiere al lugar el aspecto de una
acrópolis de los ártabros, el pueblo que construyó el oppidum a caballo entre los siglos IV y III a. C. Les comento
a mis acompañantes que voy siguiendo las huellas de Julio Cesar a lo largo y
ancho de Hispania.
—Pues
has venido al lugar correcto—responde sonriendo Marco Antonio—. El poblamiento
de toda esta zona cambió mucho como consecuencia de la expedición de expolio de
Cesar. Igual que el asentamiento descubierto bajo Príncipe 17, también el castro
sufrió un hiato de despoblación a mediados del siglo I a. C. Elviña fue
abandonado y amortizado, seguramente por los propios ocupantes, para evitar su
destrucción a manos de los romanos. Tardaría en ser habitado de nuevo, ya con
la ciudad romana construida en la bahía.
—Hay
cierta controversia sobre si la Brigantium original estuvo aquí o en Betanzos—comento.
—Aquí,
por supuesto, en Coruña—dicen ambos al unísono, con el mismo tono
bienhumorado—; los últimos hallazgos, como los de Príncipe 17, parecen
confirmarlo. Aunque más bien—continúa Ana—parece que Brigantium era una zona
más extensa con distintos núcleos habitados desde Coruña hasta la ría de
Betanzos.
Caminamos hasta la puerta de
acceso al recinto de la «croa», flanqueada por dos
torreones semicirculares que se proyectan desde una muralla muy bien conservada,
con tramos de más de dos metros de altura. En su interior se suceden viviendas
y edificios más amplios, seguramente de uso público. Marco Antonio me muestra cómo
las viviendas se configuraban alrededor del hogar, creando espacios de luz y
sombra, con las puertas exteriores situadas de tal modo que permitían contacto
visual entre los miembros del mismo grupo familia. «El urbanismo era muy
avanzado—explica—, con calles bien trazadas, e incluso desagües y
canalizaciones de agua. Mira, todavía hay áreas con pavimento original».
Caminamos atravesando la «croa»
hasta que alcanzamos la otra puerta de acceso al recinto superior, igualmente
monumental que la anterior. Aquí Ana toma el relevo de la explicación,
mostrando un gran edificio situado justo en el interior de la entrada. En uno
de sus muros hay integrado un molino de mano. Vemos también un hueco para
encastrar un ara.
—Parece
ser un edificio de culto—explica Ana—con distintos espacios, entre los que
destaca, al fondo, la sala de los betilos. Ahí siguen, tal y como aparecieron.
Y ahí están, en efecto, tres
betilos erguidos y uno caído, y un pequeño altar cuadrangular.
—¿Los
ártabros usaban betilos para el culto?—me sorprendo—. Si no me equivoco, son
más bien de tradición fenicia o púnica.
—Exactamente—corrobora
Ana—, es una clara influencia fenicia. Y se han encontrado otras piezas de
origen gaditano como cuentas de pasta vidriada. Parece que este lugar era bien
conocido por los comerciantes de Gadir, que fueron precisamente los que
financiaron la expedición de César. Sabían lo que se podía expoliar.
Esta sección del castro es
especialmente formidable, con murallas de cuatro metros de anchura que
permitían tener sobre ellas adarves o caminos de ronda, y una calle muy bien
trazada en su interior con el tránsito obstaculizado por grandes piedras
situadas en ella deliberadamente. Tal vez sean testimonio del momento de alarma
que se produjo al avizorarse las naves romanas en lontananza.
De camino hacia la salida
pasamos por otra de las construcciones más notables del castro: un aljibe con
paredes construidas con grandes sillares y sendas escaleras, también de piedra,
enfrentadas. El cielo azul se refleja en el agua inmóvil del fondo. Está tan
intacto que parece seguir esperando el regreso de los ártabros. El lugar
está rodeado por un murete. Explica Ana que lo construyeron los lugareños en
tiempos más recientes para evitar la caída de ganado e incluso de niños
traviesos.
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