Una vez hubo sometido César
a los últimos fugitivos lusitanos en la isla de Peniche, puso su atención en la
costa que se extendía al norte de aquel punto, llamada de las Cassitérides,
famosas en la Antigüedad por su riqueza en minerales. En la actualidad aún se
discute si deben identificarse con las islas Cíes, o bastante más lejos, con las
Británicas, aunque, si debemos creer a Dión Casio, es indiscutible la primera
opción. Esta ruta era ya conocida por los romanos y, más aún, por los
comerciantes gaditanos, que fueron quienes suministraron a César los navíos
necesarios para proseguir su expedición. En realidad, se trató de toda una
práctica de saqueo sistemático puesta en práctica a escala imperial.
Es fácil imaginar el acuerdo
mutuamente beneficioso para las dos partes: César obtenía triunfos y
prestigio militar, abriendo nuevos territorios al dominio romano, y compartía
con los mercaderes gaditanos que financiaban su campaña los beneficios
económicos obtenidos mediante el expolio de las poblaciones indígenas, ya por
entonces insertas en lucrativas rutas comerciales. Es decir, ya entonces la
rapiña y la gloria militar eran las dos caras, valga decir, del mismo sestercio.
De este modo, avanzado el 61
a. C., César se presentó con sus naves en el golfo de los ártabros, un pueblo
céltico que habitaba la costa y el entorno de las rías de Ferrol, Ares, Betanzos
y A Coruña. Un célebre pasaje de Dion Casio (37.53.4) nos da cuenta de ello: «Después,
César, haciendo venir una barcaza desde Gades, atravesó con todo su ejército, y
sin lucha sometió a todos, que estaban en una mala situación por falta de
víveres. Y desde allí, navegando a lo largo de la costa, hacia Brigantium,
ciudad de la Galaecia, los atemorizo y sometió por el rugido de su embarcación,
pues jamás habían visto una escuadra».
Una cierta rivalidad localista ha producido un furibundo debate
científico y periodístico sobre la auténtica localización de Brigantium, con A
Coruña y Betanzos como principales candidatas. No obstante, el análisis de los
hallazgos más recientes, como el llevado a cabo por un equipo de arqueólogos
capitaneado por Samuel Nion-Álvarez en el yacimiento del número 17 de la calle
Príncipe, ha evidenciado que, bajo el subsuelo de la actual Coruña, hubo un
asentamiento prerromano de la Edad del Hierro, cuyo poblamiento se interrumpió
a mediados del siglo I a. C., superponiéndose sobre él una ciudad romana—la Brigantium
de las fuentes clásicas—un siglo después.
Por una de esas carambolas
que en ocasiones se produce en los viajes de trabajo, tuve la fortuna de poder
introducirme en este debate y sus evidencias arqueológicas de la mano de dos de las
personas más indicadas: Ana Martínez Arenaz, responsable del Museo Arqueológicoe Histórico de A Coruña, y Marco Antonio Rivas, arqueólogo municipal de la
ciudad. Con ellos visité el cercano Castro de Elviña, el que con mayor justicia
puede recibir el título de oppidum de
todo el noroeste peninsular, y seguramente el de mayor relevancia del pueblo de
los ártabros. Y días después, elevando mi gratitud al cuadrado, me mostraron
los secretos del propio museo, sito en el célebre castillo de San Antón,
mandado construir por Felipe II en la Peña Grande, una isla en la bahía de A
Coruña, que se conectó con tierra por un pasaje a mediados del siglo XX.
Ambos lugares, el castro y
el museo, ofrecen visitas fascinantes al viajero. Aunque tuvo lugar más tarde,
me referiré primero a la del museo, porque es la que mejor proporciona el
contexto del final de la Edad del Hierro y el comienzo de la romanización en la
Galaecia, poblada en aquel entonces por los ártabros y otros pueblos célticos.
Ana me dio la bienvenida en
el espacio que sirve de biblioteca, sala de investigación y despacho en el
antiguo edificio del Botero, desde el que se abre una amplia ventana sobre el
puerto. Es un lugar lleno de actividad, que demuestra el partido que se saca a los recursos que un ayuntamiento comprometido con la arqueología como el de A Coruña se esfuerza en dedicar. Después se sumó Marco Antonio y
con ambos visité las salas del museo, atravesando un patio de armas en el que
parpadeaban los brillos del sol en el granito húmedo por la lluvia de la noche
pasada.
En las salas del museo se
suceden las vitrinas dedicadas a enclaves megalíticos como el dolmen de Dombate
o la necrópolis de Parxubeira, calcolíticos como aquel en que se encontró el
tesoro de Cícere, o de la Edad del Bronce, con joyas extraordinarias como el
casco de Leiro, con su espectacular repujado en oro. Cada uno de ellos es
testimonio del pueblo y la cultura que los creó, y también de las
circunstancias en que fueron hallados. A este respecto, me seducen especialmente
las de las joyas de Cícere, halladas en Santa Comba durante la II República por
un platero de Carballo, quien se las entrego a un prócer de la comarca, el
doctor Arbeleda. Sus piezas principales son dos láminas lisas a las que faltan
diversos fragmentos que fueron utilizados por sus descubridores originales para
reparar zuecos, al confundir el oro con latón. «Tal vez todavía haya por Santa
Comba viejo zuecos con parches de oro»—dice Ana con una sonrisa.
De la Edad del Hierro el
museo exhibe piezas extraordinarias. Están los torques de «tipo ártabro», con
sus características remates en forma de pera, con piezas metálicas en su
interior que producen al moverlas el efecto de un sonajero; espadas de antenas
de bronce frecuentemente halladas junto a cursos de agua que dan evidencia de
rituales asociados a dioses fluviales o marítimos; y cerámica indígena de
barniz negro, platos campanienses y ánforas napolitanas de importación.
Es precisamente este tipo de
cerámica, de los siglos II y I a. C., la que se encontró en Príncipe 17,
estando su aparición inequívocamente asociada, como la pistola humeante de un
crimen, a oppida de cultura castreña
de la Edad del Hierro. «Es un hallazgo que va a obligar a mirar con otros ojos
todo lo anterior—comentan Ana y Marco Antonio—. Posiblemente otros restos que
hasta ahora se han considerado galaico-romanos sean, en realidad de un
asentamiento indígena anterior».
La joya de la corona de la
Edad del Hierro en el museo es el célebre Tesoro de Elviña. Fue encontrado
oculto en una hendidura, bajo el pavimento de una casa, en las excavaciones del
castro de 1953. Consta de tres piezas de oro: un collar con cuentas de oro y
vidrio, una diadema y una gargantilla. Aunque fuesen ocultadas más tarde, los
motivos ornamentales son típicos de la decoración castreña desde el siglo II a.
C. Junto a las piezas de oro, en el castro se hallaron numerosas cuentas
de pasta vítrea que dan testimonio del comercio mediterráneo de los ártabros
desde tiempos prerromanos. En Elviña apareció también, como era de esperar,
abundante cerámica prerromana igualita a la de Príncipe 17, con motivos
característicos como los cordones impresos con espigados o espinas de pez. A
modo de propina, en las vitrinas se muestra un ídolo fálico hallado en el
templo homónimo del castro, que sugiere imaginativas ceremonias favorecedoras
de la fertilidad. Un fascinante dibujo del arqueólogo que lo excavó da cuenta
del aspecto que tenía en el momento del hallazgo.
La clave para comprender
cuál fue el Brigantium al que llegó César en 61 a. C. parece estar, por tanto,
a unos pocos kilómetros del museo, en un suave otero a cuyos pies ha crecido en
los últimos años un campus universitario. Es el lugar donde, campaña tras
campaña de excavación, está saliendo a la luz el castro de Elviña. No tardaremos en visitarlo.
Genial amigo, flipo, aunque reconoce que lo de Dion Casio, hijo de la cantante Celine y de Kashio Tadao, diseñador de relojes, te lo has inventado. Por mucho que uno de los asesinos del susodicho Cesar llevara su mismo nombre...
ResponderEliminar¡Jajaja! Tienes razón, amigo. Para evitar incredulidad y equívocos, habrá que decirlo en latín: Dio Cassius, aunque esto suena a boxeador.
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