sábado, 2 de diciembre de 2023

BRIGANTIUM Y EL GOLFO DE LOS ÁRTABROS (Tras las huellas de César XVI)


Una vez hubo sometido César a los últimos fugitivos lusitanos en la isla de Peniche, puso su atención en la costa que se extendía al norte de aquel punto, llamada de las Cassitérides, famosas en la Antigüedad por su riqueza en minerales. En la actualidad aún se discute si deben identificarse con las islas Cíes, o bastante más lejos, con las Británicas, aunque, si debemos creer a Dión Casio, es indiscutible la primera opción. Esta ruta era ya conocida por los romanos y, más aún, por los comerciantes gaditanos, que fueron quienes suministraron a César los navíos necesarios para proseguir su expedición. En realidad, se trató de toda una práctica de saqueo sistemático puesta en práctica a escala imperial.

Es fácil imaginar el acuerdo mutuamente beneficioso para las dos partes: César obtenía triunfos y prestigio militar, abriendo nuevos territorios al dominio romano, y compartía con los mercaderes gaditanos que financiaban su campaña los beneficios económicos obtenidos mediante el expolio de las poblaciones indígenas, ya por entonces insertas en lucrativas rutas comerciales. Es decir, ya entonces la rapiña y la gloria militar eran las dos caras, valga decir, del mismo sestercio.

De este modo, avanzado el 61 a. C., César se presentó con sus naves en el golfo de los ártabros, un pueblo céltico que habitaba la costa y el entorno de las rías de Ferrol, Ares, Betanzos y A Coruña. Un célebre pasaje de Dion Casio (37.53.4) nos da cuenta de ello: «Después, César, haciendo venir una barcaza desde Gades, atravesó con todo su ejército, y sin lucha sometió a todos, que estaban en una mala situación por falta de víveres. Y desde allí, navegando a lo largo de la costa, hacia Brigantium, ciudad de la Galaecia, los atemorizo y sometió por el rugido de su embarcación, pues jamás habían visto una escuadra».

Una cierta rivalidad localista ha producido un furibundo debate científico y periodístico sobre la auténtica localización de Brigantium, con A Coruña y Betanzos como principales candidatas. No obstante, el análisis de los hallazgos más recientes, como el llevado a cabo por un equipo de arqueólogos capitaneado por Samuel Nion-Álvarez en el yacimiento del número 17 de la calle Príncipe, ha evidenciado que, bajo el subsuelo de la actual Coruña, hubo un asentamiento prerromano de la Edad del Hierro, cuyo poblamiento se interrumpió a mediados del siglo I a. C., superponiéndose sobre él una ciudad romana—la Brigantium de las fuentes clásicas—un siglo después.

Por una de esas carambolas que en ocasiones se produce en los viajes de trabajo, tuve la fortuna de poder introducirme en este debate y sus evidencias arqueológicas de la mano de dos de las personas más indicadas: Ana Martínez Arenaz, responsable del Museo Arqueológicoe Histórico de A Coruña, y Marco Antonio Rivas, arqueólogo municipal de la ciudad. Con ellos visité el cercano Castro de Elviña, el que con mayor justicia puede recibir el título de oppidum de todo el noroeste peninsular, y seguramente el de mayor relevancia del pueblo de los ártabros. Y días después, elevando mi gratitud al cuadrado, me mostraron los secretos del propio museo, sito en el célebre castillo de San Antón, mandado construir por Felipe II en la Peña Grande, una isla en la bahía de A Coruña, que se conectó con tierra por un pasaje a mediados del siglo XX.

Ambos lugares, el castro y el museo, ofrecen visitas fascinantes al viajero. Aunque tuvo lugar más tarde, me referiré primero a la del museo, porque es la que mejor proporciona el contexto del final de la Edad del Hierro y el comienzo de la romanización en la Galaecia, poblada en aquel entonces por los ártabros y otros pueblos célticos. 

Ana me dio la bienvenida en el espacio que sirve de biblioteca, sala de investigación y despacho en el antiguo edificio del Botero, desde el que se abre una amplia ventana sobre el puerto. Es un lugar lleno de actividad, que demuestra el partido que se saca a los recursos que un ayuntamiento comprometido con la arqueología como el de A Coruña se esfuerza en dedicar. Después se sumó Marco Antonio y con ambos visité las salas del museo, atravesando un patio de armas en el que parpadeaban los brillos del sol en el granito húmedo por la lluvia de la noche pasada.

En las salas del museo se suceden las vitrinas dedicadas a enclaves megalíticos como el dolmen de Dombate o la necrópolis de Parxubeira, calcolíticos como aquel en que se encontró el tesoro de Cícere, o de la Edad del Bronce, con joyas extraordinarias como el casco de Leiro, con su espectacular repujado en oro. Cada uno de ellos es testimonio del pueblo y la cultura que los creó, y también de las circunstancias en que fueron hallados. A este respecto, me seducen especialmente las de las joyas de Cícere, halladas en Santa Comba durante la II República por un platero de Carballo, quien se las entrego a un prócer de la comarca, el doctor Arbeleda. Sus piezas principales son dos láminas lisas a las que faltan diversos fragmentos que fueron utilizados por sus descubridores originales para reparar zuecos, al confundir el oro con latón. «Tal vez todavía haya por Santa Comba viejo zuecos con parches de oro»—dice Ana con una sonrisa.

De la Edad del Hierro el museo exhibe piezas extraordinarias. Están los torques de «tipo ártabro», con sus características remates en forma de pera, con piezas metálicas en su interior que producen al moverlas el efecto de un sonajero; espadas de antenas de bronce frecuentemente halladas junto a cursos de agua que dan evidencia de rituales asociados a dioses fluviales o marítimos; y cerámica indígena de barniz negro, platos campanienses y ánforas napolitanas de importación.

Es precisamente este tipo de cerámica, de los siglos II y I a. C., la que se encontró en Príncipe 17, estando su aparición inequívocamente asociada, como la pistola humeante de un crimen, a oppida de cultura castreña de la Edad del Hierro. «Es un hallazgo que va a obligar a mirar con otros ojos todo lo anterior—comentan Ana y Marco Antonio—. Posiblemente otros restos que hasta ahora se han considerado galaico-romanos sean, en realidad de un asentamiento indígena anterior». 

La joya de la corona de la Edad del Hierro en el museo es el célebre Tesoro de Elviña. Fue encontrado oculto en una hendidura, bajo el pavimento de una casa, en las excavaciones del castro de 1953. Consta de tres piezas de oro: un collar con cuentas de oro y vidrio, una diadema y una gargantilla. Aunque fuesen ocultadas más tarde, los motivos ornamentales son típicos de la decoración castreña desde el siglo II a. C.  Junto a las piezas de oro, en el castro se hallaron numerosas cuentas de pasta vítrea que dan testimonio del comercio mediterráneo de los ártabros desde tiempos prerromanos. En Elviña apareció también, como era de esperar, abundante cerámica prerromana igualita a la de Príncipe 17, con motivos característicos como los cordones impresos con espigados o espinas de pez. A modo de propina, en las vitrinas se muestra un ídolo fálico hallado en el templo homónimo del castro, que sugiere imaginativas ceremonias favorecedoras de la fertilidad. Un fascinante dibujo del arqueólogo que lo excavó da cuenta del aspecto que tenía en el momento del hallazgo. 

La clave para comprender cuál fue el Brigantium al que llegó César en 61 a. C. parece estar, por tanto, a unos pocos kilómetros del museo, en un suave otero a cuyos pies ha crecido en los últimos años un campus universitario. Es el lugar donde, campaña tras campaña de excavación, está saliendo a la luz el castro de Elviña. No tardaremos en visitarlo.























2 comentarios:

  1. Genial amigo, flipo, aunque reconoce que lo de Dion Casio, hijo de la cantante Celine y de Kashio Tadao, diseñador de relojes, te lo has inventado. Por mucho que uno de los asesinos del susodicho Cesar llevara su mismo nombre...

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  2. ¡Jajaja! Tienes razón, amigo. Para evitar incredulidad y equívocos, habrá que decirlo en latín: Dio Cassius, aunque esto suena a boxeador.

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