El Museo de Pérgamo, en Berlín, es una deslumbrante puerta
abierta a las profundidades del espíritu humano, desde que aprendiera a
construir ciudades, esculpir la piedra y escribir su lenguaje, hace más de doce
milenios en Oriente medio. Aquí están los ídolos, las invocaciones y las
representaciones del poder desde el principio de los tiempos. Aquí están las
creencias y los temores, los misterios y los dogmas, el poder y la ofrenda, la
intimidación y la epifanía, las luces y las sombras. Por cada ciudad que
se construye, otra se desploma y es cubierta por las arenas del tiempo; detrás
de cada templo y de cada palacio hay un tributo inmenso de genio, pero también
de explotación y muerte.
Hoy me quedo, con todo, con la capacidad que
tiene el ser humano para concebir y crear cosas tan bellas como el corredor
ceremonial y la puerta de Ishtar de Babilonia, o el pórtico de acceso al
mercado de Mileto. El arte nos eleva sobre nuestra cotidiana lucha por la
supervivencia, nos hace habitar un mundo de emoción y, por último, consigue
redimirnos. El arte nos hace verdaderamente humanos.
Hay muchas formas de tomar constancia de ello,
pero visitar los lugares, como el Museo de Pérgamo, donde milenios de
creatividad humana siguen vivos ante nuestros admirados ojos, es una de las más
conmovedoras.
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