En la radiante mañana de
febrero, los jardines del Alcázar de los Reyes Cristianos de Córdoba es un lugar
suspendido en el tiempo. El sol y el cielo se imprimen como un lacado de azul y
oro en las almenas, los naranjos, los estanques. Todo estaría inmóvil de no ser
por los finos chorros de agua que trazan sus arcos de gotas brillantes como
gemas. Hay un rumor de pájaros, de fuentes, de las conversaciones amortiguadas
de los visitantes.
En un lateral del paseo
principal hay un estanque con un mosaico moderno de animales marinos. Su extremo
va a dar con un muro de sillares de piedra custodiado por viejos cipreses podados
para hacerlos parecer densas columnas vegetales. Hay que observar un
momento para distinguir un extenso texto en letras mayúsculas grabado en la
piedra:
En
tierras tartesas hay una casa celebérrima allá donde la Córdoba vienta
[ventosa] se mira en el plácido [río]; en medio y abarcando toda la morada, se
alza el plátano de César de espesa cabellera, que la diestra feliz del huésped
invicto plantó, comenzando su tronco a crecer desde su mano. ¡Oh, árbol del
gran César! ¡Oh, amado de los dioses! No temas el hierro ni el fuego sacrílego.
Marcial.
Se trata, ni más ni menos, del
epigrama que el gran poeta calagurritano Marcial escribió para celebrar el
plátano de César, el gran árbol de sombra que, según la leyenda, fue plantado
por el romano para conmemorar sus triunfos militares.
Frente a mí se alza ahora el
que alguna guía turística, arrebatada por el entusiasmo, identifica con el
mismísimo árbol plantado por el romano. Es un hermoso ejemplar, desde luego,
pero queda muy lejos de alcanzar la condición heroica de bimilenario. No
importa, no seamos aguafiestas. A mí, al menos, me importa que haya habido una
secuencia de munícipes y jardineros soñadores que hayan traído hasta nosotros
este monumento al ilustre Julio César, pero no en forma de estatua de mármol,
sino de nudoso y anciano plátano de sombra, como una forma de memoria viva,
como un testimonio que se renueva cada año.
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