Llegó el momento de ir por las
salas del museo arqueológico cordobés en busca de la Corduba romana, la que recibió a César
como flamante cuestor a su llegada en el año 69 a. C. Las cartelas le ponen a
uno en situación: Corduba fue fundada allá por el 170 a. C. por el pretor del
momento, Marco Claudio Marcelo, en las proximidades del oppidum turdetano de La Colina de los Quemados. La ciudad creció con
rapidez dentro de su recinto amurallado, se convirtió, aún sin título oficial
de capitalidad, en la residencia habitual del pretor y… ¡pare usted de contar!
Quiero decir que no es fácil
encontrar muchos más vestigios de aquella prometedora ciudad. Debe ser porque,
años más tarde de su primera llegada, durante la guerra civil contra los hijos
de Pompeyo, el propio César la destruyó por completo para castigar su lealtad pompeyana.
Ya hablaremos de eso más adelante. De momento, baste decir que el único testigo
en el museo de aquella malhadada Corduba es un triste capital jónico hallado en
el molino de San Antonio. Todo lo demás pertenece ya a la Colonia Patricia Corduba,
que fue como la bautizó Octavio Augusto cuando la refundó para pasar página a
la truculencia de su padre adoptivo. Será él, Augusto, y más tarde Domiciano,
quienes adornarán la ciudad con foros, acueductos, templos y circo, anfiteatro
y teatro, como los dioses mandan.
Para dar con Julio César en la
Córdoba actual tenemos que irnos al callejero, y no es pequeña la decepción de
un servidor al ver que el gran hombre no tiene más que una calleja de tercera
categoría en el periférico barrio de Levante. Parece que la tirria de los
cordobeses para quien destruyó su ciudad hace dos milenios es de largo
recorrido. Mejor parado sale Claudio Marcelo, que tiene su señora calle en
condiciones, junto al ayuntamiento, con su imponente templo romano incorporado
y una estatua que la ciudad contemporánea tuvo a bien erigir en su honor allá
por 2015.
Es decir, es difícil
encontrar la huella de César en Córdoba, más allá de la destrucción que causó.
Es una huella en sombra, en negativo, más por ausencia que por presencia.
Porque sin César no hubiera ocurrido Augusto. Porque sin haber sido destruida Corduba
no hubiera renacido. Para simbolizar esa ciudad renacida me quedo con el
puente, construido (¡cómo no!) en época de Augusto, reparado y reformado en
ocasiones innumerables, pero firme aún sobre sus milenarios cimientos
romanos. Sus dieciséis arcos, entre la Puerta del Puente (construida en
el siglo XVI, para conmemorar la celebración de las Cortes por Felipe II en la
ciudad), y la islámica Torre de la Calahorra, cruzan los 331 metros del río
Guadalquivir y algo más de dos milenios, con la misma armonía.
Pero, ¡un momento! Resulta
que sí puede que haya una insólita huella cesariana en la ciudad. Tiene que ver
con un árbol y un poema. Hay que ir hasta el Alcázar de los Reyes Cristianos
para comprobarlo. Y hay que esperar al próximo capítulo para descubrirlo...