El 24 de agosto del año 79 d. C. el Vesubio entró en erupción y una lluvia ardiente de ceniza y lapilli comenzó a caer sobre las ciudades próximas al volcán. El pánico se apoderó de Pompeya, Herculano, Oplonti y otras pequeñas localidades, y miles de ciudadanos trataron de reunir sus pertenencias más valiosas y darse a la fuga. Muchos lo lograron. Otros, algunos miles, dejarían la huella de sus cuerpos retorcidos, como un turbio grito de angustia a través de los siglos, para estremecer a quienes los encontraran en un futuro inimaginable para ellos.
Produce ahora una emoción difícil de describir pasear por aquellas calles. Después de un par de días inmersos en el caos de Nápoles, el contraste es absoluto con la ausencia de vida, la regularidad y la pulcritud de Pompeya y Herculano. Las ciudades parecen acabar de salir de los planos de un urbanista entregado al orden y la racionalidad. Las calles rectilíneas, con sus altas aceras y su pavimento de losas de piedra, se salpican regularmente con fuentes públicas y tabernas, con termas y lupanares, con panaderías y villas decoradas con frescos y mosaicos. Todo está previsto, todo está organizado. Aquí el Foro con los templos y los edificios administrativos; allá los dos teatros, más allá el anfiteatro; en las calzadas que abandonan la ciudad se alinean las necrópolis. Hay un sitio para los gimnasios, para los mercados, para los aljibes.
Es muy fácil sacudirse de encima la impresión de que uno está ante un decorado. Allá donde se mire hay un signo de vida que ha saltado a través del tiempo. Sobre uno de los frescos de la Villa dei Misteri alguién grabó una caricatura del dueño de la casa. Las roderas de los carros en el pavimento de piedra atestiguan muchos siglos de vida en esas calles hoy desiertas. En la Tienda de las Jarras de Herculano se anuncia todavía el precio del vino y el último espectáculo que ha llegado a la ciudad. En otra taberna hay un Príapo pintado detrás del mostrador para alejar el mal de ojo.
Volvemos hacia Nápoles en el tren de la línea Circumvesuviana. Las estaciones están cubiertas de pintadas que se acumulan unas sobre otras desde hace décadas. A través de la ventanilla se sucede el espectáculo de abandono y suciedad.
Uno se pregunta por qué todos los empeños de los hombres tienen dentro el germen de su ruina desde su concepción. Por qué la Humanidad sigue un curso tan intrincado y dramático. Por qué nos resulta tan difícil aprender. Y recordar.
Vale.
Y yo me pregunto cómo la destrucción y la ruina pueden ser tan bellas.
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