En mi peregrinaje por los museos que muestran el patrimonio ibero de España, recientemente le tocó al Museo de Prehistoria de Valencia. Y tengo que reconocer que me dejó con sensación agridulce. Vaya por delante que el museo alberga algunas salas con piezas extraordinarias. Me resultó fascinante, por ejemplo, la dedicada a la escritura, con algunas láminas de plomo profusamente escritas; una de ellas muestra un nutrido conjunto de palabras tachadas y sin tachar, como si hiciera referencia a cuentas saldadas y pendientes. Por su capacidad de dar testimonio de las actividades de la vida cotidiana, me llamaron la atención también un buen número de colmenas cilíndricas de cerámica y prensas de piedra usadas en almazaras.
Pero creo que lo más extraordinario es el legado de la gran ciudad de Edeta, cuyos restos cubren las laderas del Tossal de Sant Miquel de Llíria. El sistema de asentamientos defensivos y agrícolas que articuló en su derredor es uno de los más avanzados ejemplos de dominio territorial del mundo íbero, con joyas como el Puntal del Llops o el Castellet de Bernabé, pujantes hasta su destrucción tras la conquista romana en el siglo II a. C. Sin duda, lo más maravilloso son las dos salas que albergan los grandes vasos y tinajas decoradas con la más depurada pintura ibérica. Deslumbra el grado de sofisticación social que denotan, con una élite entregada al mundo lúdico, cinegético y militar, con participación de damas de alto rango, guerreros y músicos.
Lástima que, con alguna excepción como el rincón dedicado a Kelin, museográficamente hablando la salas dejan mucho que desear, con paneles informativos escasamente legibles, casi inexistentes recursos multimedia y un aire antiguo y desangelado. Creo que el soberbio legado íbero valenciano merecería mejor suerte. Aunque fuera con un crowdfunding, muchos estaríamos dispuestos a echar una mano.
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