Aprovecho uno de mis fines de semana arqueológicos para ir a buscar las huellas de Aníbal en Salamanca, la primera de las ciudades que el Bárquida conquistó en su campaña contra vettones y vacceos en el verano del año 220 a. C. De aquellos sucesos nos hablan los historiadores clásicos, sobre todo Tito Livio, Polibio, Plutarco y Polieno, estos dos últimos con mayor detalle.
Las huellas que han llegado hasta nuestros días sobre el terreno son muy escasas, pero no inexistentes. A primera hora de la mañana, con la ciudad inmóvil bajo una de las rigurosas heladas castellanas de diciembre, voy en busca de la que nos ofrece la toponimia de la ciudad. En la esquina de las calles Veracruz y Tentenecio (notable nombre el de esta, por cierto) una tienda de antigüedades luce el nombre que llamó mi atención: El arco de Aníbal. Aunque hoy no queda de él ningún vestigio, sí aparece en las antiguas crónicas salmantinas, y fue por ella por donde se afirma que hizo su entrada en la conquistada Hermandica (utilizo aquí el nombre de Tito Livio) el general cartaginés.
Una evidencia más palpable es la que se exhibe en la minúscula sala dedicada a la arqueología del museo de la ciudad: una fíbula que parece representar un elefante, y una moneda cartaginesa de bronce con un busto de Tanit en una cara y una cabeza de caballo en la otra. Eduardo Sánchez-Moreno, uno de los mayores especialistas en la materia, explica que estas emisiones monetales se realizaron entre 221 y 215 a. C., por lo que la pieza bien pudo formar parte de la soldada de uno de los integrantes del ejército púnico.
La moneda se encontró en las proximidades del cerro de San Vicente, el emplazamiento donde se ubicó el primer poblamiento de Salamanca hace 2.700 años, perteneciente a la cultura llamada del Soto de Medinilla. Recientemente se ha construido en el cerro un espectacular museo sobre el origen de la ciudad, y ese mediodía tuve la suerte de poder sumarme a la visita guiada que realizó Cristina Alario, arqueóloga codirectora del proyecto.
Es un yacimiento impresionante: el estado de conservación de las antiquísimas casas circulares de adobe, con sus vestíbulos orientados al sur, suelos aislantes, bancos adosados a las paredes y silos, sobre un promontorio asomado a un vado del Tormes, es algo sin parangón en España. Cristina nos guió por los restos arqueológicos desvelándonos la forma de vida de aquellas gentes de la Edad del Hierro que consiguieron prosperar hasta el punto de que las dos hectáreas se les quedaran pequeñas y tuvieran que trasladar su asentamiento al otro cerro más extenso que hoy conocemos como Teso de las Catedrales. Cuando llegó Aníbal esa era ya la auténtica Hermandica, con sus dieciocho hectáreas amuralladas y su población vacceo-vettona de algunos millares de habitantes. Desafortunadamente muy pocos vestigios nos han llegado de ella, aunque el parecer hay nuevos proyectos municipales para su puesta en valor. El poblado del cerro de San Vicente no era ya entonces sino un arrabal de suficiente importancia apenas para ser citado por los cronistas clásicos antes de quedar abandonado poco después.
Cristina Alario se despide explicándonos que algunas secciones del yacimiento quedan y quedarán sin excavar, y al hacerlo nos da una extraordinaria lección de arqueología. "Es preciso aplicar el criterio de humildad -nos dice-. Las técnicas de investigación arqueológica estarán más evolucionadas en el futuro, como las nuestras lo están respecto de las de quienes nos precedieron. El yacimiento es un libro cuyas páginas solo se pueden leer una vez. El cerro de San Vicente no es patrimonio de nuestra generación, sino de la Humanidad".
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