De tarde en tarde, cuando mis idas y venidas por la ciudad crean la ocasión, me gusta hacer un alto para asomarme al Jardín Botánico. Es siempre un lugar delicioso, con sus caminos flanqueados por árboles venerables y blancas estatuas de próceres dieciochescos, pero nunca me lo parece tanto como en estas fechas, en el corazón del invierno. En estos días de enero no es raro, a la hora de comer, pasar entre las columnas de granito que le sirven de entrada y descubrirlo sin ningún visitante, como si se hubiera accedido a alguna dimensión oculta en el centro de Madrid. La acústica se permite entonces un capricho y el tráfico del paseo del Prado se convierte en un rumor amortiguado y lejano, como si estuviera hecho del paso del tiempo.
No tardo en comprobar que no estoy solo: algunos gatos furtivos se mueven en silencio entre los parterres y hay un puñado de mirlos que me acompañan haciendo piruetas de rama en rama. Todo parece haber quedado inmóvil y a la expectativa: los estanques y las fuentes, las plazoletas con sus deshabitados bancos blancos. Observo los grandes árboles desnudos y tomo conciencia de que algunos de ellos, como ese viejo olmo que llaman el Pantalones, están aquí desde que en 1.781 se inauguró el Jardín. La Historia parece hecha de otro material, más provisto de realidad y aliento, cuando se ajusta a las dimensiones de un ser vivo.
Me encuentro entonces con la estatua de Carlos III. El mejor alcalde de Madrid parece disfrutar de su soledad mientras contempla sin prisa esta obra nacida de su carácter bienhumorado y curioso, mientras se llena los ojos de las ramas alzadas contra el cielo gris del invierno. Me alejo hacia la puerta sin hacer ruido, sintiéndome como uno de esos invitados que deben corresponder a la cortesía de sus anfitriones haciendo breve la visita.
Salgo al exterior y el sortilegio se quiebra de pronto. Vuelven el ruido, la contemporánea urgencia del tráfico y los transeúntes, el latido de Madrid engranando sus millones de vidas. Bajo caminando hacia Atocha junto a la valla del jardín y me siento partícipe de un secreto. Ahí dentro hay mirlos, gatos vagabundos y silencio. Y una estatua de Carlos III compartiendo sus soledad con los viejos árboles que traen hasta nosotros el testimonio de su tiempo.
Precioso. Me ha parecido hacer el paseo contigo.
ResponderEliminarGracias Semíramis. Encantado de tener tan buena compañía.
ResponderEliminarEspléndido reportaje. A mi también me gusta darme un garbeo por el Jardín Botánico cuando voy a Madrid. Un remanso de paz sin duda. Me lo has recordado y te lo agradezco.
ResponderEliminarY además tiene el aliciente de estar junto a la Cuesta de Moyano, ese lugar delicioso para los amantes de los libros viejos. Un abrazo, Íñigo.
ResponderEliminarY que lo digas. Me has leído el pensamiento.
EliminarGracias, hermano, de principio a fin me ha recordado al bueno, pacífico don Mario Benedetti, que una vez dijo:
ResponderEliminarNo sé si alguna vez les ha pasado a ustedes
pero el Jardín Botánico es un parque dormido
en el que uno puede sentirse árbol o prójimo
siempre y cuando se cumpla un requisito previo.
Que la ciudad exista tranquilamente lejos...
Gracias, Jaime, qué bonito. Siempre tienes a mano el verso justo. Un abrazo y buena semana.
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