Camino del aeropuerto internacional de Doha hacemos un alto para visitar el Museo de Arte Islámico, situado en una península artificial junto al puerto pesquero donde atracan los dhows para los recorridos turísticos. El edificio ofrece una estampa extraordinaria, como un zigurat de paralelepípedos de piedra pulida flotando sobre la imagen especular de sí mismo que proyecta sobre las aguas calmas de la bahía. El conjunto es limpio y puro, extrayendo de la geometría un valor esencial e intemporal. Nos cuentan que es obra de I. M. Pei, quien se inspiró para su concepción en el sabil (fuente de abluciones) de la mezquita del siglo IX de Ibn Tulun en El Cairo. Dice Pei que es en la lógica geométrica, la simetría axial y la rotación de segmentos donde reside la esencia de la arquitectura islámica. No lo sé, pero es indiscutible que el resultado es cautivador.
También lo es el interior del museo, con un atrio central abovedado de cincuenta metros de alto, en el que el intenso sol del desierto forma enigmáticos efectos de sombra y luz. A su alrededor se superponen las cinco plantas de salas de exposiciones, que apenas si tenemos tiempo de visitar. Las piezas no son muy numerosas, y eso ayuda a prestarles atención. Todas ellas han sido adquiridas en los últimos años, derramando los formidables ingresos del gas de Catar sobre las casas de subastas de medio mundo, en un intento más de convertir este pequeño país en una suerte de epicentro del mundo islámico. Hay piezas maravillosas, como el halcón de piedras preciosas procedente de la India, por el que se pagaron 44 millones de dólares. O la sala de caligrafía, con textos deliciosos escritos con pan de oro sobre hojas de árbol. O la máscara de guerra turca del siglo XIV, como un Anonymous que se burla de todos nosotros desde su vitrina.
Toda la fachada norte está formada por una superficie de cristal de cuarenta y cinco metros de alto, a través de la que se contempla el Golfo Pérsico (llamado aquí, por cierto, Golfo Arábigo) y, al otro lado de la bahía, el skyline de Doha. Es un espectáculo asombroso. Las torres ultramodernas y las grúas surgen allá enfrente, como surtidores de acero y cristal, en una estrecha franja entre el desierto y el mar. Es el paraíso de los arquitectos, compitiendo todos por dejar su impronta en un perfil que cambia de año en año, como un delirante organismo vivo que es, sin embargo, completamente artificial. Todo, hasta lo que tiene aire de antigüedad, está recién construido, desde los zocos hasta las islas, desde los parques hasta los palacios de exposiciones. Un organismo por cuyas venas circulan los dólares del gas que el azar quiso poner bajo las arenas del desierto.
Tal vez de eso se ría la máscara del museo. De lo extravagante que puede llegar a ser la vanidad de los hombres, en Doha y en cualquier lugar del mundo.
Al despegar pasamos sobre el museo, una gema blanca refulgiendo al sol de la tarde. El estrecho de Ormuz se despliega hacia el horizonte como un desierto de color esmeralda.
Magnífico reportaje, textual y fotográfico, Arturo.
ResponderEliminarEn cuanto a las fotos me ha impactado ese cielo,tan raso y azul que crea sensación de eternidad y, por tanto, de cierta inquietud.
Saludos y buenos viajes
Muchas gracias, Fernando. Tienes razón en tu comentario sobre el cielo; es como si un lugar así no estuviera hecho para los hombres.
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