El más espectacular de los
yacimientos arqueológicos ilergetes es Els Vilars d’Arbeca, en la provincia de Lérida, situado
a cuatro kilómetros de la villa que da nombre a las célebres olivas arbequinas. Tuvimos ocasión de visitarlo el pasado mes de agosto. Habíamos reservado
en la página web del Ayuntamiento de Arbeca una visita guiada y a las diez en
punto de la mañana nos reunimos en el pequeño centro de recepción de visitantes
con María José, nuestra guía, miembro de la Associació d’Amics de Vilars. Quede declarado de entrada nuestro agradecimiento a María
José y a su asociación, un ejemplo más de cómo el esfuerzo de poner en valor el
patrimonio arqueológico corre a menuda de cuenta no de grandes instituciones
nacionales o autonómicas, sino de pequeños ayuntamientos e iniciativas cívicas
de personas enamoradas de su tierra y del patrimonio de todos.
María José hizo uso de los paneles informativos situados a la entrada del
yacimiento para ponernos en contexto. Els Vilars fue fundado en la primera Edad
del Hierro, a finales del siglo VIII a. e. c., en una llanura de la comarca de Les
Garrigues. Desde el inicio mostró los rasgos característicos de la que sería su
estructura a lo largo de los siglos: una muralla de siete u ocho metros de
altura y seis de anchura reforzada en su perímetro por una docena de torres de
piedra que le daban al conjunto la impronta de una fortaleza inexpugnable. En
el interior, con sus paredes traseras constituidas por la propia muralla, y
muros medianeros de separación, las aproximadamente cuarenta viviendas del
poblado formaban un anillo concéntrico muy compacto que dejaba en su interior un
segundo anillo, más pequeño, de hornos y talleres, y en el centro, un ancho
pozo forrado de piedra con un espacio abierto junto a él.
—En realidad—explica María José—los pobladores estuvieron siempre en obras,
arreglando y construyendo, durante los 450 años que estuvo habitado Els Vilars.
Digamos que siempre tenían a los albañiles en casa. Los arqueólogos identifican
cinco niveles en los que fueron abriéndose o cerrándose puertas en la muralla o
haciéndose cambios en los sistemas defensivos, pero el lugar mantuvo su
carácter de fortaleza construida para defender el territorio y el agua.
Echamos a andar rodeando la espectacular estructura y nuestra guía nos va
señalando sus rasgos más destacados.
—¿Veis esa banda de piedras
hincadas a los pies de la muralla? Se llama «campo frisón» y servía para
dificultar la aproximación a los atacantes. Cuando se fundó el poblado era
mucho más ancho, pero cien años más tarde se sustituyó casi todo por un foso
inundable. No es que lo inundaran ellos, es que les llegó la primera DANA en
condiciones, como se diría hoy. Nosotros le llamamos «rubinada» en catalán. Mi
abuelo tenía un campo por estas tierras y decía que aquí, cada cien años, todo
lo inunda la rubinada.
María José se explaya en las
estructuras hidráulicas del poblado—se ve que aquí la gestión del agua es cosa
seria—hasta que llegamos a la puerta Este, por la que entramos al interior del recinto.
En esta zona la escasez de espacio hizo que llegaran a construirse casas
de dos pisos, y un pequeño mirador ofrece hoy una vista panorámica de todo el
yacimiento. Es impresionante. He visto pocos asentamientos ibéricos tan
perfectamente conservados como este. Lo comento con nuestra guía.
—Está así de bien porque se
abandonó progresivamente de forma voluntaria, no sabemos por qué. Los romanos
se lo encontraron ya en ruinas y lo utilizaron como cantera de piedra para sus
villas, hasta que acabó desapareciendo por completo. Pasaron muchos siglos
hasta que, en los años setenta, se metió maquinaria para rebajar el terreno y
empezaron a aparecer piedras y restos de cerámica. Uno de los chavales del
pueblo, que hizo estudios de arqueología, le llevó a su profesor en Tarragona
algunas piezas en una caja de zapatos.
El profesor era Emili
Junyent, catedrático de Prehistoria de la Universitat de Lleida, quien
inmediatamente se dio cuenta del valor del hallazgo. En 1985 comenzaron las
excavaciones que habrían de terminar sacando la totalidad del poblado-fortaleza
a la luz.
Visitamos después algunas de
las construcciones más interesantes del interior, siguiendo una ruta
perfectamente señalizada con carteles. Vemos la casa bajo cuyo suelo
aparecieron enterrados tres bebés nonatos perfectamente alineados. También la que llaman la Casa del Jefe, que contaba con dos fetos de
caballo en su subsuelo, y un santuario con un hogar-altar con forma de piel de
bóvido, bajo cuyo pavimento se hallaron catorce de esos fetos. Todo hace pensar
que fue precisamente la cría de caballos lo que hizo del clan que habitó Els
Vilars una comunidad especialmente prestigiosa y poderosa. Lo más impactante es
el pozo, en el centro del poblado, que recuerda a los de las motillas manchegas.
Permitía acceder a la corriente de un arroyo subterráneo que atravesaba el
asentamiento de lado a lado. Antes del abandono de Els Vilars fue quedando en
desuso, rellenándose de materiales de desecho que han aportado una valiosa
información arqueológica. Más allá se ve el trazado de una alcantarilla
recorriendo las calles empedradas.
Le preguntamos a María José
por el número de habitantes que debió tener el poblado y nos responde que unos ciento
ochenta. «Aunque posiblemente hubiera más que vivieran en el exterior, en
granjas o pequeñas cabañas parecidas a las que existen aún hoy en día. También
el ganado debía guardarse en el exterior, y todos se refugiaban aquí dentro en
caso de ataque».
Acabando de circunvalar la
fortaleza por el exterior vemos algunas de las estructuras defensivas más
sofisticadas e imponentes, como la gran rampa fortificada de acceso a la puerta
Norte, que estuvo en servicio durante el último siglo y medio de existencia del
poblado, de 450 a 300 a. e. c., y la propia puerta, con un pasadizo encajonado
entre dos torreones defensivos que le ponían ciertamente muy difícil la entrada
a cualquier atacante. De hecho, los testimonios arqueológicos hacen pensar que,
en sus casi cinco siglos de historia, la fortaleza de Els Vilars, habitada de
forma continuada por veinte generaciones de ilergetes y de sus antepasados, no
fue nunca tomada por las armas. Su final llegó por otras causas, como ya nos
dijo María José, no bien conocidas. Porque cambió el clima, o hubo sequía o
inundaciones, o cambiaron las relaciones comerciales. O, sencillamente, porque
pasó su hora.
Camino de la salida
felicitamos a María José por la labor del Ayuntamiento y de la asociación. Le
preguntamos si la gente joven del pueblo es consciente del valor de lo que
tienen. Ella hace un gesto de escepticismo y mueve la cabeza con cierta
pesadumbre. «A los jóvenes les interesan otras cosas. De Els Vilars nos ocupamos la gente mayor. Pero no dejen de
volver, que organizamos actividades muy bonitas, como una noche de jazz hasta
con fuegos artificiales. Si les ha gustado la fortaleza durante el día, esperen
a verla de noche, toda iluminada. Es una maravilla».
Nos marchamos
prometiéndonos hacerlo: volver a Els Vilars en una de esas noches de concierto.
Debe haber pocos lugares tan mágicos para ello como este. El hogar de veinte
generaciones de ilergetes que aún guarda grandes secretos, como la necrópolis,
que sigue sin ser descubierta. Es lo cautivador de la arqueología: los grandes
hallazgos son solo el comienzo. Siempre quedan otros inimaginados por
descubrir.