miércoles, 22 de mayo de 2024

EL ESPLENDOR ÍBERO Y ROMANO EN EL MUSEO DE BAENA (Tras las huellas de Julio César XXIII)


Basta acceder al patio de entrada del Museo Histórico y Arqueológico Municipal de Baena, ubicado en la Casa de la Tercia—por eso de que era allí donde cobraba sus diezmos la Iglesia— para quedarse asombrado. Augusto, Calígula y Livia saludan sedentes, en plena majestad. Los tres proceden del Foro de Torreparedones y cada uno cuenta su historia. Augusto se presenta como dios, imitando la postura de Zeus, con la mano izquierda alzada para sostener el centro largo que es atributo de la divinidad, aunque el emperador-dios conserva la toga de ciudadano romano. A Calígula se le reconoce por su característico calzado militar («mulleus»), hecho de piel de cachorro de león, aunque su rostro fue alterado tras su muerte, para darle parecido con su sucesor, Claudio. Y, en cuanto a Livia, solo podemos imaginar que es ella por su majestad, a pesar de que le falta la cabeza (ya entonces las mujeres parecían marcadas por la maldición de la anonimización).

Después entro en la sala de estatuaria ibérica y contengo la respiración. Este es casi un lugar de peregrinación para quienes nos dejamos emocionar por el testimonio del genio y la espiritualidad de aquel pueblo disuelto en el curso de nuestra historia. Las esculturas de animales, especialmente leones, transmiten toda la fiereza intimidatoria que se pretendió obtener al colocarlos en los monumentos funerarios de los príncipes turdetanos. Algunas son copias de obras que han viajado a Córdoba o a Madrid para que puedan ser disfrutadas por públicos más amplios, pero hay también algunas originales, y esas son las mejores, porque solo muestran sus secretos a quienes viajamos a Baena para conocerlas. De este modo, de paso, honramos el trabajo de beneméritos arqueólogos municipales como el de Baena, José Antonio Morena, gran impulsor de este museo y de los trabajos arqueológicos en Torreparedones. Entre las esculturas, mi favorita es el león del Cerro de los Molinillos; tiene las fauces entreabiertas para dejar a la vista los colmillos, pero, más que pavoroso, el efecto es casi hilarante. El león muestra una mueca que recuerda a la de las máscaras de las comedias del teatro griego.

Es obligado detenerse ante el gran tesoro rescatado del santuario ibérico de Torreparedones del que hablé en el capítulo anterior. En el museo está el capitel original, que remata los 2,8 metros de devoción del betilo dedicado a la diosa, una copia del cual se muestra también al visitante. Según indica la cartela, probablemente los ritos incluyeron vestir o desvestir el fuste con fines ceremoniales. Tengo que reconocer que siento más emoción ante este antiguo testigo de espiritualidad que ante un retablo barroco.

Junto al betilo, varias vitrinas muestran un gran número de exvotos dejados por los fieles en el santuario durante siglos. Son promesas de piedra caliza, que entrañan una conmovedora declaración de fragilidad, de vulnerabilidad ante el inaprensible misterio de la existencia. Hay representaciones humanas ceñudas, hierática, temerosas, incluso sonrientes.  Hay una que me estremece de un modo especial. Es una mujer desnuda que extiende sus manos sobre el vientre. Tiene nítidamente marcados los pechos y la vulva, y el pelo cubierto por una toca. Muestra una expresión implorante. Conmueve su desamparo, su ruego. Se ofrece ella entera a cambio de fertilidad.  

Un gran número de exvotos de Torreparedones representan pies o piernas. Se ve que el santuario se especializó en sanar esas partes en particular de la anatomía de sus fieles. Me recuerda a las ermitas marineras de la gallega Costa da Morte, aunque la piedra hace del fervor religioso íbero algo más contenido, más sobrio, tal vez más elegante, que el que expresan los exvotos en cera de Galicia. Los investigadores especulan si esa fijación con las extremidades inferiores de nuestro santuario íbero tiene que ver con el hecho de que Dea Cælestis fuera la protectora de los caminantes.

La sección romana del museo tiene también mucho interés. La thoracata imperial, es decir, la estatua con coraza militar del emperador ataviado como comandante supremo, en actitud «ad locutio», arengando a las tropas, es soberbia, a pesar de faltarle la cabeza y las extremidades. De la coraza penden una especie de solapas, llamadas pteryges, una de las cuales muestra la cabeza de un lince ibérico, como seña de identidad local.

Y están también los objetos sagrados que se hallaron en el fondo del pozo, de veinte metros de profundidad, que vi por la mañana, en la visita con Guadalupe, junto a las termas orientales de Torreparedones. Hay una jarrita de bronce que representa una cabeza femenina, seguramente de uso litúrgico. Y hay un altar de caliza con una inscripción que no deja lugar a dudas:

FONS

DOMINAE

SALUTIS

SALUTARIS

Es decir:

(Aquí está o esta es la)

FUENTE

DE LA SEÑORA

SALUD

SALUTÍFERA

(o salvadora)

Más claro, nunca mejor dicho, agua: el pozo de las termas tenía divinas propiedades sanadoras. Como señala, con asombro y humor, la cartela, se trata de un «“prodigium” de epifanía epigráfica». El altar fue hallado un 30 de marzo, festividad de Dea Salus en Roma. 






























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