Basta acceder al patio de
entrada del Museo Histórico y Arqueológico Municipal de Baena, ubicado en la Casa
de la Tercia—por eso de que era allí donde cobraba sus diezmos la Iglesia— para
quedarse asombrado. Augusto, Calígula y Livia saludan sedentes, en plena
majestad. Los tres proceden del Foro de Torreparedones y cada uno cuenta su
historia. Augusto se presenta como dios, imitando la postura de Zeus, con la
mano izquierda alzada para sostener el centro largo que es atributo de la
divinidad, aunque el emperador-dios conserva la toga de ciudadano romano. A Calígula
se le reconoce por su característico calzado militar («mulleus»), hecho de piel
de cachorro de león, aunque su rostro fue alterado tras su muerte, para darle
parecido con su sucesor, Claudio. Y, en cuanto a Livia, solo podemos imaginar
que es ella por su majestad, a pesar de que le falta la cabeza (ya entonces las
mujeres parecían marcadas por la maldición de la anonimización).
Después entro en la sala de
estatuaria ibérica y contengo la respiración. Este es casi un lugar de
peregrinación para quienes nos dejamos emocionar por el testimonio del genio y
la espiritualidad de aquel pueblo disuelto en el curso de nuestra historia. Las
esculturas de animales, especialmente leones, transmiten toda la fiereza
intimidatoria que se pretendió obtener al colocarlos en los monumentos
funerarios de los príncipes turdetanos. Algunas son copias de obras que han
viajado a Córdoba o a Madrid para que puedan ser disfrutadas por públicos más
amplios, pero hay también algunas originales, y esas son las mejores, porque
solo muestran sus secretos a quienes viajamos a Baena para conocerlas. De este
modo, de paso, honramos el trabajo de beneméritos arqueólogos municipales como
el de Baena, José Antonio Morena, gran impulsor de este museo y de los trabajos
arqueológicos en Torreparedones. Entre las esculturas, mi favorita es el león
del Cerro de los Molinillos; tiene las fauces entreabiertas para dejar a la
vista los colmillos, pero, más que pavoroso, el efecto es casi hilarante. El
león muestra una mueca que recuerda a la de las máscaras de las comedias del
teatro griego.
Es obligado detenerse ante el
gran tesoro rescatado del santuario ibérico de Torreparedones del que hablé en
el capítulo anterior. En el museo está el capitel original, que remata los 2,8
metros de devoción del betilo dedicado a la diosa, una copia del cual se
muestra también al visitante. Según indica la cartela, probablemente los ritos
incluyeron vestir o desvestir el fuste con fines ceremoniales. Tengo que
reconocer que siento más emoción ante este antiguo testigo de espiritualidad
que ante un retablo barroco.
Junto al betilo, varias
vitrinas muestran un gran número de exvotos dejados por los fieles en el
santuario durante siglos. Son promesas de piedra caliza, que entrañan una
conmovedora declaración de fragilidad, de vulnerabilidad ante el inaprensible misterio
de la existencia. Hay representaciones humanas ceñudas, hierática, temerosas,
incluso sonrientes. Hay una que me estremece de un modo especial. Es una
mujer desnuda que extiende sus manos sobre el vientre. Tiene nítidamente
marcados los pechos y la vulva, y el pelo cubierto por una toca. Muestra una
expresión implorante. Conmueve su desamparo, su ruego. Se ofrece ella entera a
cambio de fertilidad.
Un gran número de exvotos de
Torreparedones representan pies o piernas. Se ve que el santuario se especializó
en sanar esas partes en particular de la anatomía de sus fieles. Me recuerda a
las ermitas marineras de la gallega Costa da Morte, aunque la piedra hace del
fervor religioso íbero algo más contenido, más sobrio, tal vez más elegante,
que el que expresan los exvotos en cera de Galicia. Los investigadores
especulan si esa fijación con las extremidades inferiores de nuestro santuario íbero
tiene que ver con el hecho de que Dea Cælestis fuera la protectora de los
caminantes.
La sección romana del museo
tiene también mucho interés. La thoracata
imperial, es decir, la estatua con coraza militar del emperador ataviado como
comandante supremo, en actitud «ad locutio»,
arengando a las tropas, es soberbia, a pesar de faltarle la cabeza y las
extremidades. De la coraza penden una especie de solapas, llamadas pteryges, una de las cuales muestra la
cabeza de un lince ibérico, como seña de identidad local.
Y están también los objetos
sagrados que se hallaron en el fondo del pozo, de veinte metros de profundidad,
que vi por la mañana, en la visita con Guadalupe, junto a las termas orientales
de Torreparedones. Hay una jarrita de bronce que representa una cabeza
femenina, seguramente de uso litúrgico. Y hay un altar de caliza con una
inscripción que no deja lugar a dudas:
FONS
DOMINAE
SALUTIS
SALUTARIS
Es decir:
(Aquí
está o esta es la)
FUENTE
DE
LA SEÑORA
SALUD
SALUTÍFERA
(o
salvadora)
Más claro, nunca mejor
dicho, agua: el pozo de las termas tenía divinas propiedades sanadoras. Como
señala, con asombro y humor, la cartela, se trata de un «“prodigium” de epifanía epigráfica». El altar fue hallado un 30 de
marzo, festividad de Dea Salus en Roma.
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