Sí hubiera que elegir un
lugar imprescindible para visitar en esta campiña cordobesa con resonancias cesarianas,
tomen nota los lectores de mi recomendación: sin duda, la elección es el Parque
Arqueológico de Torreparedones, en el término municipal de Baena―en su mayor
parte, porque una porción cae en el de Castro del Río―. La corporación
municipal baenense merece un rotundo aplauso: en 2005 tuvo la iniciativa de
adquirir los terrenos del yacimiento para emprender un programa de excavación y
puesta en valor, con cargo a los fondos FEDER y al «1,5% cultural», que
continúa hasta hoy. Ojalá muchos ayuntamientos de España tomaran ejemplo.
Visité Torreparedones recientemente y tuve la suerte de contar con una guía excepcional: Guadalupe,
Guada para los amigos. Si tenéis ocasión, llamad al 618 003 325 (Aventur CityTour) y concertad una visita con ella.
El descubrimiento del
yacimiento de Torreparedones se remonta a 1833, cuando se halló fortuitamente
un monumento funerario que contenía los enterramientos de dieciséis personas
identificadas con el nomen Pompeius. No
podía tratarse de familiares directos de Gneo y Sexto, los hijos de Pompeyo
Magno, aunque seguramente sí de algunos de sus libertos, lo que dio al lugar el
nombre de Mausoleo de los Pompeyos y lo ubicó de forma estelar en mi mapa de las
huellas de César.
Es controvertido, no
obstante, el nombre de la ciudad romana que prosperó en este otero que domina
el oleaje de colinas y olivares que lo circundan. En su cúspide se erige un
castillo medieval que un día sirvió para vigilar la frontera con el reino
nazarí de Granada; en él puede verse un mojón geodésico que da cuenta de que,
con sus 596 metros, este es el punto más alto de la campiña cordobesa. La
opinión tradicional predominante se inclina por identificarla con Ituci Virtus
Iulia, mencionada por Plinio entre Úcubi (Espejo) y Tucci (Martos). Sin
embargo, el hallazgo de una tubería de plomo inscrita con el nombre «Bora»
apunta como alternativa a Bora Cerealis, también mencionada por Plinio.
Este nombre no está muy alejado del de Bursavo, el cual, contrariamente a los
otros dos, si se menciona en el Bellum
Hispaniense, en el contexto de un confuso incidente en el que dos nativos
de esa ciudad, capturados durante la toma de Ategua, a la que llegaremos más
adelante, acuden como embajadores de César para ganar para este la lealtad de
sus conciudadanos, pero son traicionados y degollados por un caudillo local,
quien, a su vez, es objeto de las iras de los bursavonenses.
―Lo
que sí es seguro―explica Guadalupe―es que la ciudad que llamamos Torreparedones
jugó un papel durante aquella campaña entre César y los hijos de Pompeyo. No
sabemos de qué lado estuvo, pero, si quieres saber mi opinión personal, yo
diría que del de los vencedores, del de César, porque un programa escultórico
tan espectacular como el que se encontró en el foro, solía ser un gesto de
agradecimiento por los servicios prestados.
El Foro es ciertamente
impresionante: domina una vista que quita el aliento. La extensa plaza central
está atravesada por una descomunal inscripción de loa a su financiador, que
viene a decir que el prócer local, Marco Junio Marcelo, pagó su reforma «de sua pecunia», es decir, de su
bolsillo. El lugar estuvo adornado con estatuas de personajes de la dinastía
Julio Claudia, incluyendo al emperador Tiberio y su madre Livia, a Claudio (un
visitante desalmado se llevó una réplica de su busto, situada sobre un
pedestal) y a un emperador no identificado, cuya thoracata, expuesta en el museo de Baena junto con las demás esculturas,
asombra por la calidad de su ornamentación.
Para llegar al Foro,
atravesamos primero la espectacular puerta oriental, reconstruida para dar a
los visitantes idea de su impronta original. Junto a ella puede verse la
muralla original del oppidum íbero,
del 600 a. C., pendiente aún de excavación, como lo está el ochenta y cinco por
ciento del yacimiento, dicho sea de paso. A corta distancia hay unas
termas imponentes con un maravilloso estado de conservación, en pleno proceso
de restauración. A la vista está el pavimento original, un «opus spicatum» que el tiempo ha
ondulado, confiriéndole un aspecto fluido. El pozo del que se abastecían de
agua las termas, con sus veinte metros de profundidad forrados de piedras en
perfecto estado de revista, sigue maravillando hoy.
Cuando uno se pone hablar de
Torreparedones, corre el riesgo de no terminar nunca, así que tendré que
dejarme no pocas cosas en el tintero, como el rincón sin pavimentar en el Foro
en el que los sacerdotes podían orar por el espíritu del emperador hollando
directamente la Madre Tierra, o el Templo de la Concordia, con una piedra horadada
donde las unidades militares que lo visitaban situaban su estandarte.
Lo que no puedo dejar de
destacar es el santuario íbero, situado extramuros contra la muralla,
construido con anterioridad a la ciudad romana, aunque mantuvo vivo el culto
hasta bien entrada la época de la colonia. Es un perfecto ejemplo de ese
sincretismo religioso que tan bien supieron utilizar los romanos en su
asimilación de los pueblos que se iban encontrando. Fue dedicado inicialmente
a la advocación de alguna versión turdetana de Tanit, para rebautizarse
después, ya en época romana, en honor de Caelestis primero y de Juno después, bajo
cuya protección se mantuvo hasta su abandono en el siglo II d. C. Durante todo
el periodo se conservó la típica estructura fenicio-púnica de tres estancias,
en este caso conectadas por una rampa ascendente, que culminaba en la sagrada cella,
en la que se custodiaba el betilo de la diosa. En total fueron cuatrocientos
años de espiritualidad que dejaron como legado un enorme número de exvotos de
piedra, de los que 350 salieron a la luz durante la excavación. Más tarde pude
contemplar una buena muestra de ellos en el museo de Baena.
De camino hacia la salida
converso con Guadalupe sobre las circunstancias de la decadencia y abandono de
la ciudad.
―El
momento de esplendor fueron los siglos I y II d. C.―me dice―, y después entró
en decadencia. Tal vez tuvo que ver con la escasez de agua, dado que no parece
que contarán con ningún acueducto; tan solo con pozos y aljibes. Acaso terminara
por no ser suficiente para una población que llegó alcanzar tal vez hasta siete
mil habitantes.
―¿Cuándo
se abandonó del todo?
―En
el siglo XVI, tal vez por alguna peste, o por los fuertes efectos que tuvo en
esta zona del terremoto de Lisboa. Y esto está tan apartado que cayó en
el olvido, hasta el siglo XIX, cuando apareció el Mausoleo de los Pompeyo, pero
aun así tardó bastante en atraer atención. Lo cual es una suerte―concluye con
una sonrisa de alivio―, porque el expolio ha sido mucho menor que en otros
lugares.
Nos despedimos frente al
centro de visitantes.
―¡No
dejes de ir al museo de Baena!―me insiste Guada al despedirse―, ¡merece la pena!
Y ya lo creo que la
mereció, pero de eso hablaremos otro día.
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