Ántifo, comerciante cosmopolita y agente de Roma, ha llevado a Qart Hadasht el gusto por los placeres refinados que cultivó en su Alejandría natal. Los baños le permiten abandonarse a la sensualidad y la glotonería, rodeado de jóvenes efebos y de frescos que representan escenas mitológicas.
Es allí donde se reúne en secreto con Diodoro, uno de sus amigos más apreciados. El joven siente por él una devoción que le resulta tan útil como atrayente. El relato de El cáliz de Melqart nos presenta el momento del encuentro entre ambos:
-¡Mi
querido Diodoro, disculpa la espera! –exclamó el alejandrino mientras permitía
que los esclavos le quitaran la túnica y embadurnaran su cuerpo con una mezcla
de aceite y esencias-. Han llegado dos de mis bajeles desde Arsinoe y he tenido
que cerrar algunos tratos. Bueno, bueno, dejadme ya y traed vino y dulces –dijo
a los esclavos, entrando después en el agua-. ¡Ay, Diodoro, no imaginas lo que
deseaba un rato de descanso contigo! Yo no estoy hecho para el comercio: me
obliga a estar siempre atento a todos los engaños de que me quieren hacer
víctima. Es agotador. Tan pronto como haya reunido una fortuna suficiente, me
retiraré a algún lugar apartado y hermoso donde pasar los días comiendo,
bebiendo vino y leyendo. ¿Querrás acompañarme entonces, bello Diodoro?
La escena de Sandra Delgado refleja perfectamente la atmósfera difuminada y melancólica que describe el libro. En sus propias palabras: "Es también importante la actitud y las miradas de Diodoro y Ántifo, en ese momento en que los efebos han sido enviados a la piscina del fondo para que ellos dos puedan hablar con más libertad, y se siente una pausa entre el intercambio de informaciones que les deja por un momento sumidos en sus propios pensamientos" y preocupaciones".
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