Aníbal llegó a la popa del barco y quedó
inmóvil durante un largo instante contemplando la flota que los seguía haciendo
la travesía desde Tipasa hacia Ispania: cincuenta pénteras y cuatrirremes, y
doscientos navíos de transporte, avanzando a golpe de remo en la calma del
corazón del verano. Aquellas frágiles carcasas de madera contenían catorce mil
remeros y tripulantes y cuatro mil soldados veteranos, que habían derrotado por
completo a los gétulos en tan solo dos lunas. Bajo su mando, con Naravas como
jefe de la caballería, habían eliminado el último conato de rebelión que
quedaba en toda la Libia. Sintió que el orgullo le dilataba el pecho.
Más allá de las naves el mar se extendía calmo e iridiscente hacia las costas de África, hacia Cartago. Le resultó extraño. Ese mar que para todos los cartagineses había sido siempre el de Poniente, ahora lo era de Levante para quienes habían trasladado a Ispania la raíz y el horizonte de sus vidas. Desde Ispania el mundo entero se miraba con otra perspectiva.
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