A principios de 1887, Mehmet Şerif Efendi, propietario de un terreno en Ayaa, cerca de la ciudad libanesa de Sayda, comenzó a excavar una cantera. El 2 de marzo comunicó, de acuerdo a la ley otomana de Antigüedades, que había descubierto una cavidad subterránea, probablemente una necrópolis.
Así comenzó una historia que no reveló todo su extraordinario valor hasta que Osman Hamdi Bey, director del Museo Imperial, fue enviado por el sultán Abdülhamit II para completar las excavaciones.
Lo que salió a la luz fue la Necrópolis Real de Sidón; ni más ni menos que 18 tumbas fenicias y helenísticas. Entre los sarcófagos encontrados están joyas como el del rey Tabnit, en forma de momia egipcia, tallado en diorita negra. O el llamado Sarcófago del Sátrapa, que representa escenas de la vida de un desconocido gobernador persa. O el sarcófago del rey Straton I, construido como un templo jónico rodeado por dieciocho plañideras esculpidas en maravillosos relieves.
Y, sobre todo, sobresaliendo entre esos y otros muchos prodigiosos objetos de arte, el llamado Sarcófago de Alejandro.
Lo vemos, estremecidos de emoción, en las salas de honor del Museo Arqueológico de Estambul. La atmósfera es extraordinaria: todo está tapizado en color granate oscuro y sumido en una honda penumbra de la que emergen, iluminados por focos, los sarcófagos. La piedra, limpia y pulida, como recién esculpida, parece flotar en el espacio y en el tiempo.
Persas y griegos cazan y combaten en los bajorrelieves que cubren los cuatro paneles laterales del sarcófago. Alejandro comparte escenas con Abdalonymos, a quien el macedonio designó Rey de Sidón tras la batalla de Issos, en el año 331 a. C., y a quien con toda probabilidad pertenece el sarcófago. En la escena más conocida y más impresionante, Alejandro, tocado con una piel de león, alancea a un jinete persa cuya montura ha dado en tierra. El caballo de Alejandro, Bucéfalo, se alza sobre sus cuartos traseros, entre los que yace un persa caído. Los restos de policromía recuerdan que la escena un día estuvo encendida de colores. Toda la escena respira una dramática vitalidad. Puede adivinarse la mano del artista, las cuidadosas instrucciones de Abdalonymos, tratando de inmortalizar aquella batalla que, además de transformar el mundo, lo convirtió en el primer rey helenístico de Asia. Abdalonymos murió en el 331 a. C., hace 2.301 años, ignorante de que su tumba sería durante mucho tiempo considerada la de su admirado Alejandro.
Nos quedamos mirando aquel prodigio durante largos minutos, cogidos de la mano, pensando que, entre las huellas que deja el ser humano, no hay ninguna más hermosa ni más duradera que la que utiliza el lenguaje del arte.
Tal vez toda esta maravilla siguiera oculta baja la antigua tierra de Sidón si aquel día de marzo de 1887, Mehmet Şerif Efendi hubiera ignorado la obligación de informar a las autoridades otomanas de los hallazgos arqueológicos. El sultán Abdülhamit II le concedió una recompensa de 1.500 liras por su acción. Ignoro a cuánto equivale en moneda de hoy. Pero no me cabe duda de que hay poco dinero en el mundo mejor ganado.
Vuelo Estambul – Madrid
4 de abril de 2010