En mis frecuentes visitas a
Tarragona me he dado un auténtico festín de visitar espectaculares vestigios
arqueológicos romanos, tanto en la ciudad como en sus alrededores, que dan fe
de la importancia institucional, el poderío económico y militar, y el esplendor
urbano que llegó a alcanzar Tarraco, la capital de la Hispania Citerior. Sin
embargo, la Tarraco que conocemos hoy es, en gran medida, producto de la intensa
actividad edilicia de tiempos de Augusto—quien disfrutó de una prolongada
estancia en ella en 26-25 a. C.—y sus sucesores.
No es tan fácil, sin
embargo, ponernos en las sandalias de Cayo Julio César para ver la ciudad que
él vio cuando acudió a ella con el fin de celebrar la gran asamblea de
ciudades de la Citerior con que dio por terminada su campaña contra los legados
pompeyanos en 49 a. C. En aquellos días no existían ni el teatro, ni el circo,
ni menos aún ese magnífico anfiteatro que hoy sigue deslumbrando a los
visitantes en su rellano asomado al agua espejeante del Mediterráneo. Tampoco,
extramuros, en el ager de Tarraco, el arco de Bará, la torre de los Ecipiones
o el acueducto de Les Ferreres—el Pont del Diable para los locales—uno de los
mayores prodigios de la arquitectura romana en nuestro país. Uno de mis ratos
más gratificantes como dibujante arqueológico amateur lo pasé con el cuaderno y
el rotulador delante de ese prodigio enmarcado por una frondosa y perfumada floresta
mediterránea.
Lo que sí existía—de hecho,
en tiempos de César tenía ya al menos un siglo y medio a sus espaldas—era la
muralla republicana, probablemente erigida aprovechando una anterior construcción
bárquida de la que di cuenta en mi periplo peninsular en pos de las huellas de
Aníbal. Es una delicia sentarse a la sombra de esa venerable construcción
en una mañana de verano e imaginar a César contemplando el paisaje y decidiendo
conceder a Tarraco, en el marco del cónclave de la Citerior, el estatuto de colonia,
adscrita a la tribu Galeria, con el nombre de Colonia Iulia Urbs Triumphalis
Tarraco. De ese modo reconocía el apoyo que había recibido de los
tarraconenses durante la campaña contra los pompeyanos.
Ese apoyo era el reflejo del
vuelco del panorama político que se había producido en Hispania desde el
momento de mayor prestigio de Pompeyo en la provincia tras su victoria sobre Sertorio,
28 años atrás, hasta la derrota de sus legados a manos de César. Hay un
testimonio extraordinario, grabado en piedra para perdurar durante milenios, de
ese cambio de tornas; es un perfecto ejemplo epigráfico de lo que hoy llamaríamos
una mudanza de chaqueta política.
Hay que ir al Museu Nacional
Arqueològic de Tarragona, MNAT, para contemplarlo de primera mano. Mientras
dura la interminable rehabilitación de la sede histórica del museo en la plaza
del Rei (cerró sus puertas el 15 de abril de 2018, y no se conoce aún fecha
prevista de reapertura), el museo ha dispuesto una «exposición de síntesis», con
las piezas más destacadas, en el Tinglado 4 del puerto de Tarragona. Es un
hermoso espacio y una digna exposición que atempera mi desazón tras los ya más
de seis años esperando la reapertura del museo.
En la sala que relata la
peripecia de la ciudad «de base militar a capital de Augusto», una vitrina
muestra la reproducción fotográfica de una pieza que se encuentra en
restauración; hay que aplicar una nueva dosis de paciencia y resignación, y
dejar pendiente una nueva visita cuando de nuevo se exhiba el original. Se
trata de una inscripción opistógrafa, o sea, grabada por las dos caras, procedente
de la zona del foro de la colonia de Tarraco. Según dice la cartela, «la
primera hace mención a una estatua dedicada por la ciudad de Tarraco a Pompeyo
el año 71 a. C. El año 49 a. C., cuando Julio César convocó en Tarraco la asamblea
provincial, esta estatua fue retirada, la placa se giró y se grabó una nueva
dedicatoria en el reverso a P. Mucio Scaevola, lugarteniente de Julio César».