Cuando
Leovigildo terminó de pacificar Hispania y dio carta de naturaleza a su reino,
decidió fundar una ciudad. Y como para elevar al cuadrado su anhelo de
permanencia, de posteridad, le dio nombre en honor a su hijo y futuro rey
Recaredo. Muchos otros hombres de poder han sentido el mismo impulso a través
de los siglos, como si en su caso fuese necesario un elemento adicional a la
tríada que, según la convención, da pleno sentido a la existencia de una mujer
o un hombre: tener un hijo o una hija, plantar un árbol, escribir un libro… y
fundar una ciudad. El problema es que ningún linaje –ni el genealógico, ni el
botánico, ni el literario, ni el gentilicio- está asegurado: a todos les
incumbe el azar del paso del tiempo; todos pueden perderse en él como lágrimas
en la lluvia. Las ciudades pueden medrar y convertirse en efervescentes
territorios de fecundidad o pueden morir al cabo de unas generaciones, dejando
como recuerdo una ruina de piedras gastadas por la intemperie, como estas de
Recópolis. Quizá eso les hace más tristes.
Atardece
y los únicos habitantes de esta ciudad muerta asomada al Tajo son los lagartos
que apuran los rayos del sol poniente.
[Recópolis
merece una visita. Dispone de un digno centro de interpretación -aunque las cartelas del yacimiento están en un estado lamentable- y la localidad de
Zorita de los Canes, con su soberbio castillo medieval, está muy próxima.]