Uno de los aspectos que más me admira de las ilustraciones que Sandra Delgado está creando para la Trilogía de Aníbal, es su extraordinaria capacidad narrativa. Las ilustraciones no muestran solo una escena, sino una parte del transcurso del relato.
Un buen ejemplo de ello es esta nueva creación de Sandra, la segunda correspondiente a la segunda novela de la trilogía, El cáliz de Melqart. En ella Asdrúbal El Bello, el cuñado de Aníbal, llega al palacio de Qart Hadasht, aún en construcción. Espectacular, por cierto, cómo ha imaginado Sandra el edificio, con fuertes resonancias helenísticas. En segundo plano, en la escalinata, vemos al sacerdote Zekárbal, uno de los personajes clave de la novela.
Para terminar de formarnos una idea de la escena, nada mejor que recurrir al comienzo del capítulo tercero de la novela. Ahí está todo dicho.
Asdrúbal desmontó
y miró a su alrededor, secándose con la manga del quitón el sudor del rostro.
Todo se había detenido y el rumor de la ciudad llegaba amortiguado por el aire
ardiente. Centenares de obreros repartidos por las obras del ala norte del palacio,
con sus capataces al frente; una veintena de criados vestidos de blanco
alineados a ambos lados de las escalinatas de acceso a la residencia; los
soldados de la Guardia Bárquida formados frente a él con sus túnicas púrpuras y
sus yelmos de bronce: todos ellos inmóviles, presentando armas o inclinados en
una respetuosa reverencia.
Todos menos Zekárbal.
El Rab Kohanim de Eshmún en Qart Hadasht tenía la prerrogativa de mantenerse
erguido ante él. Y lo hacía, a los pies de la escalinata, con toda su imponente
estatura, realzada por la cabeza rapada, apenas protegida del sol por un
pañuelo casi transparente que le caía hasta los hombros, y una larga túnica de
lino. El sacerdote tenía las manos cruzadas sobre el regazo y la cabeza
ligeramente inclinada, aunque sus ojos se mantenían fijos en los del Bárquida.
Una tenue sonrisa le animaba el rostro pálido y anguloso, desprovisto de
cualquier traza de pelo. A pesar del tiempo que llevaba a su lado, Asdrúbal
seguía ignorando si Zekárbal era lampiño por naturaleza, o si su aspecto era
resultado de una meticulosa depilación. Le resultaba, en todo caso, vagamente
repulsivo.
Asdrúbal se
volvió hacia sus oficiales, que trataban de apaciguar a sus monturas, cansadas
e inquietas por el súbito silencio tras tantos días rodeadas por el permanente
y familiar fragor del ejército.
- No os
demoréis, retiraos; imagino que estaréis tan impacientes como yo por veros en
un baño con una copa de vino fresco en la mano. Os habéis ganado un buen
descanso… y cuantas cosas se echan en falta en la vida militar. Ha sido una
campaña magnífica. Y tú, Gimialcón, haz que todos esos vuelvan al trabajo.
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