Tras concluir la serie de diez ilustraciones de El heredero de Tartessos, comenzamos las de El cáliz de Melqart. Y lo hacemos con una escena que Sandra Delgado ha sabido envolver con una luz y una atmósfera enormemente sugerentes. Un desconocido, que se ha presentado como Virtes de Tyndaris, ha llegado a Hélike ofreciendo un artefacto ignoto para los oretanos: ¡un trillo! Se dispone a probarlo en compañía de Orissón bajo la atenta mirada de Anglea y de los campesinos que hasta ese momento se habían esforzado en la tarea con sus mayales.
En la escena se retrata a la perfección al viajero procedente de Sicilia descrito en la novela:
Advirtiendo
que había llamado la atención de los oretanos, el hombre del pescante anudó las
riendas en un estribo, saltó al suelo y comenzó a caminar hacia ellos, dándoles
ocasión de observarlo con detenimiento. Vestía una túnica corta de color añil
ceñida por un ancho cinturón de cuero, y bajo ella una vaporosa camisola
blanca. Las perneras de un pantalón de lino crudo desaparecían bajo las
rodillas en el interior de unas botas de piel. Iba adornado con profusión de
collares y pulseras, dándose cita en ellos toda suerte de conchas, cuentas
cerámicas y monedillas de metal.
-Extraño
personaje –murmuró Anglea-, parece una mezcla de marinero focense y mercader de
Gádir.
-¡Y bailarina
etrusca, con toda esa quincalla! –rió Orissón-; veamos qué quiere.
El hombre
llegó hasta ellos, se detuvo e hizo una profunda reverencia, respondida por los
heliketas por un sobrio gesto de bienvenida.
-Virtes de Tyndaris
a vuestro servicio, nobles oretanos –dijo el recién llegado en un íbero
correcto, aunque con un extraño acento que a Anglea le pareció sibilante y
gutural al mismo tiempo.
Tenía el pelo brillante y negro, trenzado en una coleta que le llegaba
hasta la mitad de la espalda, y los ojos del mismo color. La delgadez de la
nariz y los labios, y la total ausencia de vello en el rostro le daban un aire
elegante y ambiguo, y le hacían parecer juvenil, o tal vez femenino, a pesar de
las no pocas arrugas que le recorrían el rostro.
Y también la escena que se nos ofrece:
Orissón hizo
un gesto de asentimiento y caminó hasta la era.
-¿Y bien,
Virtes de Tyndaris? –dijo al colocarse junto al sículo sobre el tablero-. ¿De
qué se trata?
- Ahora lo
veréis –respondió Virtes-; mantened el equilibrio y observad.
Virtes sacudió
las riendas y el caballo, clavando en el suelo los cascos traseros para vencer
la inercia de la carga que arrastraba, comenzó a avanzar, trazando un amplio
círculo alrededor de la era.
Orissón sintió
que el tablero bajo sus pies se deslizaba con suavidad sobre las mieses
produciendo un denso rumor de chasquidos y llenando el aire del olor a polvo y
leña vieja de la paja. Observó las espigas de cereal a medida que reaparecían
por la parte trasera del tablero y comprobó con sorpresa que tenían el aspecto
de haber sido trituradas a conciencia. Una sola pasada con el ingenio del
sículo producía el mismo efecto que un buen rato golpeando fatigosamente con el
mayal. A todas luces la misma conclusión estaban alcanzando los campesinos
dispuestos alrededor de la era, que intercambiaban, en un tono cada vez más
expresivo, comentarios de sorpresa y admiración.
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