Los toros de Guisando pacen en silencio su sueño de piedra. Aquí han estado los cuatro, como un rebaño impasible y mineral, durante dos milenios, escuchando el rumor del arroyo Tórtolas a sus espaldas. Federico García Lorca dijo de ellos que están "hartos de pisar la tierra", pero yo no lo creo. Están en un hermoso lugar para observar el paso de los siglos y los acontecimientos de los hombres mientras el granito de que están hechos se deshace poco a poco.
Vieron cómo los vettones, el pueblo de pastores que los había creado para invocar la protección de los dioses para sus pastos, era exterminado por los romanos. Y cómo uno de ellos, Longino, los agrupó para servir de monumento en honor de su padre, Prisco; uno de los toros lleva en su lomo la inscripción que lo atestigua. Vieron cómo tras los romanos venían los visigodos, y los árabes, y de nuevo los cristianos. Quiso el azar que fueran testigos directos de uno de los más trascendentales acontecimientos en el nacimiento de la España moderna. El 19 de septiembre de 1468, el rey Enrique IV de Castilla reconoció en este lugar a su hermanastra Isabel como princesa de Asturias y heredera del trono, en detrimento de su propia hija Juana. A cambio, Isabel ponía término a la revuelta nobiliaria que buscaba hacer abdicar a Enrique y deponer a su valido, Beltrán de la Cueva. El Tratado de los Toros de Guisando es el primer acto de un drama que terminaría por poner a los Reyes Católicos a las riendas de España y su tiempo.
Observando la placa conmemorativa del tratado, erosionada y cubierta de líquen, pienso que la Historia es como la piedra: va quedando gastada y roma con el paso del tiempo, va perdiendo la claridad y la precisión de los contornos, va deshaciéndose, disolviéndose, olvidándose.
Pero aún es pronto. Aún los toros de Guisando muestran el genio de los vettones que los tallaron. Aún transmiten la fuerza y la paciencia de quien está hecho para conversar con los dioses y el viento, para convivir con el aire, el agua, el sol y la nieve. Aún reciben con amabilidad somnolienta a quien acude a visitarlos. Están a tan sólo una hora de Madrid... pero en otro mundo.