La loba capitolina nos recibe en una salita en la que dormita un vigilante. Habíamos esperado multitudes rodeándola, como las que asedian a la Gioconda en el Louvre, pero no, ni un visitante. Tal vez por eso parece tan triste la expresión de Luperca, la loba, mientras Rómulo y Remo se disputan sus ubres, ajenos a todo. Es la misma expresión con que nos sostiene la mirada, en la sala contigua de los Museos Capitolinos, la escultura de bronce de Junio Bruto, el Bruto Capitolino, el primero de los cónsules.
Tras la loba la pared está cubierta por losas de mármol que relacionan los Fasti Capitolini, los anales consulares y triunfales de la República romana. Tal vez sea la más extraordinaria lección de Historia de la Antigüedad. Al parecer, ha perdurado más el mármol que el deseo de conocer su relato. Al menos estamos nosotros, junto a un vigilante somnoliento, dispuestos a escucharlo.
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