sábado, 27 de enero de 2024

ÍBEROS: POR EL CAMINO DE HÉRCULES (Tras las huellas de Julio César XIX)

 


El yacimiento del Libisosa es espectacular, pero no hace honor a una de las señas de identidad más sobresalientes de la civilización ibérica en Albacete: la estatuaria. Para disfrutar de esta es preciso acudir al Museo Arqueológico Nacional o, mucho mejor aún, al Museo de Albacete.

El museo albaceteño tiene como sede un magnífico edificio inaugurado en 1978, obra del arquitecto A. Escario, y ocupa una frondosa esquina del parque Abelardo Sánchez. Contiene muchas piezas que merecen la visita, como las muñecas romanas de Ontur, del siglo IV, o la ocultación andalusí de época califal de la Sima de los Infiernos; pero lo que hace del museo un lugar único es la sala que, bajo el rótulo «Íberos: por el camino de Hércules», muestra una maravillosa muestra de la estatuaria funeraria íbera hallada en las necrópolis de la provincia. 

Hay piezas tan soberbias como los caballeros 1 y 2 de la necrópolis de Los Villares (Hoya Gonzalo), la cierva de la necrópolis de Capuchinos (Caudete) y el caballo enjaezado del de La Losa (Casas de Juan Núñez), todos ellos del siglo V a. C., así como el conjunto de exvotos del santuario del Cerro de los Santos (Montealegre del Castillo), de los siglos IV-III a. C. Basta esta sala para poner al arte ibérico en un lugar de privilegio en la expresión del talento humano en la antigüedad, y para dar la razón a la arqueóloga Pilar González Serrano, cuando se queja de nuestra estrechez de miras y escaso aprecio por el patrimonio propio al calificar al fenómeno ibero como cultura en lugar de civilización.

Conscientes de lo que tienen, pero también de lo que les falta, los artífices del museo dedicaron una sala a las «imágenes ausentes»: las piezas que hoy se encuentran en otros museos, especialmente el MAN. Allí fueron a parar las que adquirió para el Louvre Pierre París a finales del siglo XIX y que regresaron a España en 1940, en el paquete que tuvo como protagonista a la dama de Elche, por un acuerdo con nefastos propósitos propagandísticos entre los regímenes de Franco y de Pétain.  En el MAN están, entre otras, la Bicha de Balazote y la Gran Dama Oferente del Cerro de los Santos. En el museo albaceteño se conforman, con pesar, con sendas réplicas, como también son réplicas las que adornan, la de la Bicha en bronce y la de la Dama en piedra, sendos parques de la ciudad. Hice una visita a cada una de ellas. La de la dama oferente me alegró especialmente puesto que, hace algunos años, partícipe en la campaña de contribución ciudadana que permitió su realización. Conservo con orgullo el diploma que lo atestigua; creo que somos muchos los que estamos encantados de arrimar el hombro en este tipo de proyectos colectivos para apoyar la conservación de nuestro patrimonio arqueológico.

Un último aliciente de la visita al museo fue el poder ver piezas halladas en el recinto fortificado de la Edad del Bronce de El Acequión, situado a pocos kilómetros de la ciudad. Destacan las asociadas a un taller de tallado de hueso y algunas fotografías de cuando se excavó el lugar por primera vez en 1986, mostrando los dos recintos amurallados concéntricos, que hacen pensar en una espectacular motilla que espera su momento para recuperar la atención de los poderes públicos y ver restaurado todo su esplendor. Pude pasar por el lugar de regreso de Lezuza. Los arqueólogos han vuelto a cubrir buena parte de las estructuras y aquello parece un gran túmulo horadado de madrigueras de conejos y rodeado por un anillo de viejos chopos que cubren el suelo de hojas recién caídas. Como en Libisosa, ¡cuánto aún por descubrir! Cuánta emoción nos produce, pero cuánta paciencia nos exige la arqueología. 
























viernes, 19 de enero de 2024

INFORTUNADA LIBISOSA (Tras las huellas de Julio César XVIII)

 


Ya han sido mencionadas antes en este blog las guerras de Sertorio, que tuvieron como resultado final la victoria de Pompeyo y Metelo y el afianzamiento de la influencia del primero en Hispania. Esa fue la huella política que se encontró César a su llegada a la Ulterior. Pero hubo otra huella aún más visible: el terrible rastro de devastación que una década completa de conflicto, desde el 82 al 72 a. C., dejó en la miríada de ciudades indígenas e íberorromanas de Hispania. Fue lo que motivó el epíteto de «infortunada Hispania» que le adjudicó Floro, como víctima propiciatoria atenazada entre los dos contendientes romanos. Y no olvidemos que César llegó a Córdoba apenas dos años esfuerzo después del final del conflicto.

Pocos ejemplos son tan paradigmáticos de este infortunado destino como Libisosa, situada en un cerrito junto al actual municipio albaceteño de Lezuza. Libisiosa era por aquel entonces, en el primer cuarto del siglo I a. C., una ciudad oretana profundamente romanizada, con una aristocracia económicamente muy próspera por el control que ejercía la ciudad sobre la vía Heraclea (más tarde conocida como vía Augusta) que conectaba el valle del Guadalquivir con el Mediterráneo. Esta aristocracia se había «autorromanizado», insertándose plenamente en los canales comerciales romanos y adoptando unos referentes ideológicos plenamente mediterráneos.

En el momento del inicio de la guerra sertoriana, Libisosa, con sus cuarenta hectáreas de extensión dentro de las murallas, sus abundantes recursos y su impacto estratégico, era un activo demasiado valioso para que ningún bando dejara que cayera en manos del otro. La ciudad intentó mantenerse neutral, pero no le sirvió de nada. En un día de aquel periodo aún no datado con exactitud, fue objeto de un ataque sorpresivo por uno de los ejércitos contendientes. Los libisosanos intentaron defenderse, pero fueron arrollados. Los romanos atacantes debían sentirse muy apremiados por la cercanía del ejército enemigo, porque ni siquiera saquearon la ciudad. Decidieron reducir su extensión para hacerla más fácilmente defendible y levantaron apresuradamente una muralla que encerraba las ocho hectáreas situadas en la parte más alta del cerro.  Las restantes treinta hectáreas de la ciudad fueron demolidas, creando un ingente campo de destrucción para obstaculizar un posible ataque enemigo.

El resultado fue, por una parte, una ciudad que pronto recuperó su prosperidad y obtuvo el Ius Italicus en época de Augusto, llevando aparejado el otorgamiento a la élite local de la ciudadanía romana. Y, por otra, dejar enterrada una ciudad íberorromana congelada en el tiempo por su súbita destrucción en el primer cuarto del siglo I a. C., en un episodio que supuso una pesadilla humana, pero todo un sueño arqueológico. Ese sueño comenzó a salir a la luz en 1997, cuando inició las excavaciones en el cerro José Uroz, de la Universidad de Alicante, más tarde relevado por su hijo Héctor, que aún sigue dirigiendo la actividad científica en el yacimiento. Pronto se comprobó el valor único de este, y la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha comenzó a respaldar la investigación de forma sistemática, declarando a Libisosa Parque Arqueológico regional y apoyando la creación, por parte del ayuntamiento de Lezuza, del Museo de la Colección Arqueológica, donde se exhibe una parte de la extraordinaria colección de piezas obtenidas a lo largo de veintisiete años de actividad.

 

Me he reservado un sábado de noviembre, apacible y luminoso como pocos, para visitar la colección y el yacimiento. Y he tenido la gran fortuna de contar con una guía de excepción: Almudena Bejarano, responsable del museo y de la oficina de turismo de la localidad. Almudena es arqueóloga y ha participado en el proyecto de Libisosa desde su inicio. Su conocimiento, pasión y dedicación al visitante son admirables.

Almudena me muestra primero la colección del museo, centrada en la ciudad oretana destruida por los romanos, excavada en un sector descubierto en 2007. Hay todo tipo de artículos propios del lugar y la época: vajillas de bronce, cerámica, vasijas, ánforas, armas, una rueda de carro, una parrilla.  Le pregunto si no se ha hallado estatuaria ibérica, siendo como es tan rica en ella la provincia de Albacete, disputándose con Jaén lo más alto del podio en la materia.

—No—responde Almudena—, la estatuaria en el mundo ibérico es de una época anterior. A partir del siglo II a. C. se impone en Libisosa la pintura vascular, sobre vasijas, para transmitir el ideal aristocrático. Fíjate en esta: guerreros que combaten entre sí y contra seres primigenios, jinetes, aves míticas. Y mira esta otra—me señala una figurita de cerámica con aire de juguete infantil en la que un minúsculo personaje se aferra a una figura protectora—: un príncipe libisosano abrazado a la diosa madre; es una «hierogamia» que otorga legitimación divina a la estirpe del príncipe.

Nos detenemos después ante una vitrina que muestra una panoplia típicamente republicana: casco monfortino, espada recta, pilum. «Lo interesante es que son armas romanas—dice Almudena—, pero las portaban aristócratas oretanos. No son armas procedentes de una tumba, lo que les habría conferido significado ritual, sino de la ciudad misma convertida en campo de batalla. Y las pinturas de la cerámica nos retratan a esos mismos aristócratas, provistos del mismo armamento mediterráneo. Era una élite ya totalmente romanizada en el momento del ataque a la ciudad».  

Otro panel explica el hallazgo, en una calle del mismo sector oretano, del esqueleto de una niña de ocho años, con una pierna amputada y un golpe letal en la cabeza. Es un dramático testimonio de la agresión repentina que sufrieron los libisosanos. Almudena me muestra más tarde el lugar, cuando visitamos el yacimiento. Una cubierta protege un edificio magnífico, de doscientos metros cuadrados, desde el que una familia oligárquica desarrolló toda la cadena de producción de bienes textiles: aquí se hallaron útiles de la labranza y esquileo, y puede verse aún una cuba de plomo de las que se usaban para tratar la lana.

—Es idéntica a las que se hallaron en Pompeya, en la llamada “oficina lanifricaria”—Almudena va guiándome por la pasarela que recorre perimetralmente el lugar—. De hecho, a Libisosa se le llama la “Pompeya ibérica” por el efecto de enterramiento a que dio lugar la destrucción. Los muros tienen casi dos metros de altura. La casa contigua debía ser de un comerciante de vino: se han encontrado numerosas ánforas y tinajas de vino.

En lugar es asombroso y el porcentaje excavado del yacimiento es aún muy reducido. Produce vértigo pensar en lo que queda por excavar en esta Pompeya ibérica. Como dice uno de los paneles informativos, queda una inmensidad por desvelar.

—Esa es la calle donde se encontró el esqueleto de la niña—señala Almudena—. Aparecieron también aquí y allá montoncitos de monedas, como si se le hubieran caído a quien intentara llevarse el contenido de su caja fuerte, probablemente el propietario de la bodega de vinos. Todo indica precipitación; no hubo tiempo para nada. Quedaron incluso las ollas en el fuego.

La misma sensación de urgencia transmite la muralla, construida a toda prisa por donde mejor venía. «Algunos tramos se construyeron sobre los propios derrumbes de las casas oretanas, causando problemas de estabilidad. Incluso se detectan los cortes entre cuadrillas».

Pero ahí está la muralla, más de dos milenios después, recuperando su aspecto original gracias a la minuciosa restauración llevada a cabo por los arqueólogos del proyecto. Como también emerge poco a poco el imponente foro abierto al paisaje manchego, y la curia, y la basílica. Gracias a los recursos públicos y al tesón de los arqueólogos, la infortunada Libisosa va cobrando vida de nuevo ante nuestros ojos.

—¿Y no se sabe todavía cuál fue el ejército atacante de entre los dos bandos romanos contendientes?—pregunto.

Almudena se encoge de hombros.

—Los investigadores tienen ya una hipótesis muy fundamentada, pero por respeto a ellos no puedo decir nada hasta que se publique. 

No queda otra que aguardar con expectación esa publicación que nos dará luz sobre el triste destino de Libisosa. Pero no hace falta esperar hasta entonces para conocer la infortunada ciudad oretana. Basta con llamar a Almudena y reservar una visita guiada. Es la mejor forma de apoyar un proyecto tan magnífico como este. Merece la pena.

Servicio de Turismo del Ayuntamiento de Lezuza.

Parque Arqueológico de Libisosa.





















sábado, 13 de enero de 2024

LOS ETRUSCOS DE FELSINA (Museo Civico Archeologico de Bolonia)

 


De la visita al Museo Civico Archeologico de Bolonia nada me impresionó tanto como la espectacular colección etrusca, de cuando la ciudad se llamaba Felsina («tierra fértil»). En realidad, eso es lo que fue Bolonia durante la mayor parte de su historia, desde su fundación, allá por el siglo X a. C., durante la colonización etrusca del valle del Po, hasta su conquista por los celtas Boios en el siglo IV a. C. (fueron ellos quienes la bautizaron Bona, ciudad fortificada). Habría que esperar al 189 a. C. para el inicio de la andadura de la Bononia romana.

Es impresionante el amplísimo conjunto de piezas del siglo V a. C., marcadamente orientalizantes. Son bellísimas las estatuas votivas de bronce del Monte Acuto, en especial las que representan, respectivamente, a un hombre y una mujer en actitudes oferentes.  Y dejan sin palabras las innumerables urnas funerarias y estelas de piedra halladas en las numerosas necrópolis excavadas en los alrededores de la ciudad. Algunas son casi monumentales, con una minuciosa talla en ambos lados, que muestra complejos relatos en los que el príncipe fallecido es secuestrado por un demonio alado y llevado al más allá en un carro tirado por caballos igualmente alados. Hay escenas de celebración y de guerra, de navegación y de seres fantásticos, en un universo iconográfico que le trae al visitante el recuerdo del arte ibérico, también con enigmáticos rasgos orientalizantes. Y es inevitable establecer también paralelismos con las «piedras pintadas» escandinavas que me cautivaron en el Historiska Museet de Estocolmo. Muchas parecen primas hermanas, aunque las vikingas se tallaran más de un milenio después. 

Así es la manifestación del mundo espiritual y del genio artístico de los pueblos. Conecta los siglos y las geografías con un hilo humano de significado que sigue haciéndose inteligible para quien lo contempla hoy. Sobre todo si es en lugares tan sugerentes como el museo arqueológico de la antigua Felsina etrusca.