Hay que reconocer que, aunque sigamos siendo testigos a menudo de todo tipo de agresiones contra el patrimonio arqueológico, los poderes públicos autonómicos y municipales han hecho en estas décadas de democracia un esfuerzo por poner en valor parte del colosal legado que hace de España un país único en lo que toca a los vestigios del pasado. Buena prueba de ello son los museos arqueológicos que han alcanzado la mayoría de edad en multitud de poblaciones de muy diversa importancia administrativa y demográfica.
Un ejemplo perfecto de lo que digo es el Museo Arqueológico de Sagunto, inaugurado en 2007 en la Casa del Maestre Peña, un magnífico edificio del siglo XIV que en su restauración sacó a la luz restos íbero-romanos y vestigios de un cementerio islámico del siglo XI, como si quisiera con su propio subsuelo representar las principales etapas de interés arqueológico de la ciudad.
No puedo dejar de recomendar su visita. Es un museo a la altura de la importancia arqueológica de una ciudad que, al ritmo de sus sucesivos nombres -Arse, Saguntum, Morvedre, Sagunto- compendia de un modo espectacular la superposición de civilizaciones en nuestra costa mediterránea.
Puesto a destacar aquí alguna pieza, pero esperando que cada cual visite el museo y seleccione las suyas, me quedo con dos: el magnífico toro ibérico del s. IV a.e.c., que no deja de contemplarlo todo con sus ojos atónitos, y ese pedestal romano que recuerda la importancia de la ciudad en las guerras de la Antigüedad con su dedicatoria: "A Publio Escipión, cónsul y general en jefe, por haber devuelto Sagunto [a Roma] mediante decreto del Senado, en la Segunda Guerra Púnica".
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