Anglea se
abandona al dolor, inerme y sumisa; se hace transparente; se deja sacudir,
colmar, abrumar por él; se deja purificar por su fuego, su violencia, sus
filos. Después reúne cuidadosamente todas las pavesas que la conflagración del
dolor ha dejado flotando en su interior; las amasa con sus oraciones hasta
crear con ellas un invisible betilo de coraje que queda alojado en su corazón,
al cuidado de la bondad inefable de la diosa. Ya no será necesario el llanto
porque el betilo lo contiene por entero, porque todas las lágrimas se han
evaporado dejando tras ellas un silencio salobre que el timbre de su voz se
apresura a disipar. «Bendita seas, Astarté benefactora de tus hijas, recibe mi
ofrenda y escucha mi ruego: quiera tu benevolencia acompañar a tu pueblo en
esta hora…»
Se detiene de
pronto con los sentidos tensos y vibrantes como el tendón de un arco. La puerta
que comunica el santuario con la casa se ha abierto dejando entrar un soplo de
aire y el rumor del exterior. Hay alguien en el vano. No necesita abrir los
ojos para saber de quién se trata. Ni qué peso lastra su pecho, puesto que es
el mismo que el suyo.
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