Un cartel a orillas de la
carreterita encamina, en varios idiomas, al visitante en dirección al «Punto
Mágico Templo de Hércules» y hacia allí me dirijo, por un camino que busca la
playa entre dunas y altos pinos. Pienso que un punto pasa a ser un poco menos
mágico cuando es solemnemente declarado de ese modo para hacerse sitio en las
guías turísticas, pero al dar con el podio enfrentado a la plaza inmensa, al
mar que respira su sal y su espuma ajeno a todo, y al islote con el viejo
castillo de Sancti Petri, no puedo dejar de reconocer que es un hermoso lugar.
Un banco invita a sentarse para ponderar cualesquiera que sean las reflexiones
del viajero. Las gaviotas gritonas actúan de corifeos de la soledad.
En realidad, no soy el único
que ha respondido a la llamada del lugar. Aquí nos damos cita paseantes del
ocaso de todos los propósitos: fotógrafos del sol poniente, amantes del viento
y el horizonte, peregrinos del pasado como yo mismo…
Me ha traído en su taxi desde
Cádiz Rafael, bienvenido compañero de excursión en su riguroso silencio, más
inescrutable aún por la mascarilla. Ahora me espera en la carretera, y debe
estar preguntándose qué me ha movido a venir hasta aquí. ¿Cómo explicarle la
emoción que me produce atar este cabo que llevaba tanto tiempo esperando? Aquí,
a ese islote más allá de las columnas del fin del mundo, vino Aníbal a pedir el
favor de su dios antes de lanzarse a la aventura que daría sentido a su vida,
consumiéndola al mismo tiempo en ella. Yo, sencillamente, vengo a poner término
a un empeño literario y viajero que me ha hecho soñar durante quince años.
Junto al podio hay un monolito
que explica con palabras grandilocuentes los secretos del lugar:
«Caminante, desde aquí tus
ojos contemplan hoy el mismo escenario que hace 3.000 años contemplaron los
fenicios y eligieron para construir su famoso templo a Melqart (hoy castillo de
Sancti Petri). Tú disfrutas ahora de este espectáculo único que tanto los
fenicios como Aníbal y Julio César pudieron ver al atardecer durante los
equinoccios de primavera y de otoño cuando el candente disco solar se ponía
justo sobre la vertical del santuario de Hércules antes de que, según sus
creencias, se apagara en las aguas del Atlántico con estruendosos chirridos.
Chiclana
de la Frontera – VII Centenario
1303
-2003».
Lo del «candente disco solar» no
tardo en comprobarlo yo mismo, cuando el sol termina de desplomarse lenta y
silenciosamente sobre el océano, hinchándose como si estuviera a punto de
estallar.
Cuando voy a regresar,
advierto que en la parte trasera del monolito está escrito el texto en latín,
en una suerte de síntesis más acomodada al espíritu epigráfico de la lengua.
Leo con dificultad el comienzo de las palabras gastadas por la intemperie:
«Hinc
specta, viator, quid eximium templum gaditano Heracli dictatum fuerit…».
Qué hermosa admonición, válida
para el destino de todos nuestros pasos:
«Hinc specta, viator…».
«Contempla aquí, caminante…».