En un promontorio asomado al río Bou Regreg, a tiro de piedra de la muralla almohade que encierra la ciduad antigua de Rabat, se encuentra la necrópolis meriní de Chellah, construida en el siglo XIV sobre las ruinas de la antigua ciudad romana de Sala, habiendo sido ésta fundada a su vez sobre un anterior enclave fenicio-cartaginés, el primer asentamiento humano en la desembocadura del río.
Chellah está rodeada por un recinto amurallado a cuyo interior se accede por la gran puerta meriní de torreones octogonales. La necrópolis recibe al visitante con su esèsp jardín, denso de perfumes, en el que las ruinas romanas y meriníes se entremezclan con naturalidad, como si los más de mil años que los separan hubieran quedado convertidos, por efecto del abandono de los hombres, en una anécdota sin importancia. De la ciudad romana quedan restos del foro y la curia, de un arco del triunfo y un ninfeo; de la necrópolis una sala de abluciones, una madrasa, varias salas funerarias y templetes de santones, y las ruinas de la mezquita, dominadas por un espectacular minarete rematado con azulejos de colores.
El minarete parece velar el sueño de los muertos, asisitido por una asombrosa colonia de cigüeñas cuyos nidos dominan todas las alturas. Su presencia acompaña en todo momento al visitante cuando recorre el lugar: le sobrevuelan despacio, y su crotoreo pone una extraña banda sonora de chasquidos y castañeteos que parecen recordar que la presencia del extraño es bienvenida sólo si no se prolonga.
Cuando salimos al exterior un vigilante cierra las puertas a neustras espaldas, y la necrópolis de Chellah se queda a solas con sus ruinas, sus muertos y sus cigüeñas, respirando el aroma de adelfas, pinas y eucaliptos. El crotoreo parece subir de intensidad, y su rumor nos persigue mientras nos alejamos, como si la soledad le diera rienda suelta a los recuerdos y secretos de la Chellah.
Querido Arturo, mil gracias por tan bella crónica. Es un gusto disfrutar de tus crónicas viajeras. Con ellas queda claro que para los que viajan con los ojos abiertos, pero cerrado el corazón, no existe el mundo, sólo su representación, que es algo muerto, como los bodegones. Pero para quien como tú se mueve por las latitudes y horizontes tanto con los ojos como con el corazón abiertos, el planeta se convierte en una curiosa máquina de interpretar la verdad, la belleza y a los propios hombres.
ResponderEliminarComo Rabat, por una absurda comparación con Fez o Marrakech, pese a ser una deliciosa ciudad, no siempre es valorada por los viajeros en lo que contiene, me permito copiar aquí ciertas “instrucciones para caminantes en Rabat” que bien pueden sumarse a tu crónica de la Chellah (lo divido en varios comentarios para que quepa:
“Vaya usted, viajero, al Marché Central, preferiblemente a pie, para así llegar ya con la fatiga que ralentizará sus pasos permitiéndole deleitarse más en lo invisible, lo no evidente y que sin embargo está a nuestro alrededor.
Entre en la Medina dando la espalda al bulevar y coja la segunda calle a la derecha (la primera grande). Es la calle Suika, uno de los ejes principales de la Medina. Dirija sus pasos hacia allí y prepare todos tus sentidos, que son muchos más de cinco... A uno y otro lado de la calle se alinean tiendas de instrumentos musicales escoltando a una mezquita en la derecha de la que saldrán y a la que entrarán a todas horas fieles. Déjese envolver por el caos, por la cacofonía de sonidos entremezclados, donde escuchará conjuntamente, con sus notas cabalgando unas sobre otras a cantantes callejeros rivalizando con la música tradicional soussi o tengeroisse.
ResponderEliminarSiga caminando aunque le entren ganas de ponerse a bailar o de taparse los oídos. Entre cantinas pobres, cuyo lujo está en lo que carecen, y donde sólo se sirve harira y pescado frito, también descubrirá toda una gama de olores inimaginables en los sacos repletos de especias (canela, comino, pimentón,...) dátiles, rosarios de higos secos, frutas, verduras, ristras de ajos tan perfectos que parecen falsos...y el hedor dulzón de las cabezas de cordero chamuscadas, los peces multicolores con su aroma de mar...
Más adelante, tras sobrepasar la encrucijada donde ancianos en el suelo venden la hierbabuena, el cilantro y el perejil, llegan los puestos de ropa y de quincallería. No se desvíe y siga adelante sin ningún temor, nadie va a robarle otra cosa que no sea una mirada.
Cuando parezca que la calle se acaba, verá un arco. Pase bajo él y se verá envuelto en una semipenumbra falsamente amenazadora que lo acogerá y en otro vértigo de olor, pues estará usted en el "Sok Sobbat" (el zoco de los zapateros y alguna que otra tienda de artesanía para turistas y diplomáticos, que acaso sean la misma cosa). A ambos lados de este estrechamiento están esas tiendas donde sólo se venden babuchas, blancas o amarillas para los hombres, y finos "sherbil" para las mujeres, bordados en oro y plata. Deténgase y compruebe la calidez y la suavidad del terciopelo contrastando con el frío metal bordado. No le importe si, por detenerse, los vendedores le abordan. Hable con ellos, regatee y, sobre todo, no insulte a su dignidad y compre algo aunque no lo necesite. Se trata de vivir. Si es usted un viajero sabe a qué me refiero.
Llegará ahora a un cruce donde a la izquierda se adentra de nuevo la luz, pues la calle se habrá ensanchado un poco. Allí encontrará a un aguador que no está para los turistas sino para los sedientos. Se sabe porque lleva mil años en el mismo lugar. Beba su agua. Si quiere llevarse un 'souvenir' inolvidable y único, beba su agua.
La calle, cubierta primero de paja como en tejadillos chinos, se convertirá en una pérgola modernista que le hará creer que está usted en el Mercado de las Flores de Barcelona, pero las tiendas de esta calle, la Rue des Consuls, son todas aquí de artesanía marroquí, diminutas joyerías: oro y plata a derecha e izquierda de su cuerpo. Cobre y latón cincelados allí mismo con armónicos sonidos de martillos y resoplares de hombres encorvados; madera de tuya pulida y olorosa; marquetería, más babuchas, más plata, chilabas, caftanes, ganduras de todos los colores, un urinario público con bellos azulejos; bordados, cerámica; lo tradicional y lo moderno en estremecedora confusión y, cómo no, los muchachos ayudando a los ciegos pidiendo limosna camino de la mezquita. Siga avanzando y disfrute de los niños fervientes que juegan al balón y de las niñas modosas que llevan una enorme tabla que es su 'pupitre'; y regálese los ojos con la policromía de los puestos de dulces en esta calle donde le herirán sin hacerle daño las miradas furtivas de 'moras' que podrían matarnos con el sólo olor a ceniza y aceites de sus cabellos ahora ocultos bajo el chador.
ResponderEliminar¿Cree que todo ha terminado? No, aunque haya llegado al final de la Medina y se haya topado con una pedregosa callejuela, aún le queda lo mejor. Cruce echándose encima de los carruajes justo cuando pasen junto a usted, es el único modo. Y ya estará al pie de la Fortaleza, la Kasbah des Oudaïas.
Avance paralelo a la muralla y encontrará una puerta escoltada por dos cañones. Podría entrar por aquí porque el camino es más corto, pero más bello es subir un poco más y entrar por la siguiente, justo antes de las escaleras. Por ahí no entran más que los habitantes de la kasbah porque parece que no lleva a ningún lado. Es una especie de 'calle', más bien callejón, de tierra que al fondo aparentemente está sin salida. A la izquierda la muralla y la roca, a la derecha todo ocupado por un edificio. Pero nada más pasar la puerta gire a la derecha y verá el enrejado que le hará desembocar en el jardín desde lo alto. Baje unos escalones y gire a la izquierda. Unas escaleras de metal negras (sobre una alberca con lotos y pececillos de colores) le parecerán horribles, y una pequeña noria de cangilones de madera antigua no le parecerá espectacular. Da igual, siga recto y un poco a la derecha en la muralla del fondo verá una pequeña abertura. No la pierda de vista, pero demórese antes de ir hacia ella dando una vuelta por el jardín mirando a los estudiantes que leen sus libros o tocan la guitarra, y por fin avance hacia la puerta. Cuando se acerque a ella dirija su mirada al suelo, a sus propias pisadas, y sólo cuando cruce su umbral empiece lentamente a levantar la cabeza. Y sorpréndase porque aún existen lugares para soñar.
El cafetín des Oudaïas, Caravelle, que no esconde más que belleza y sorpresa, que es lo mismo, el material de la emoción, lo que nos hace humanos.
ResponderEliminarY si cree usted que todo lo que hay es eso, lo que ve, esta terraza sobre el estuario, coja el callejón de su derecha y luego el diminuto de su izquierda que va dando giros como llevándole a ninguna parte, cuando en verdad conduce al paraíso del sol, el viento, el mar.
Antes de irse, si es que es capaz de abandonar el lugar, debe pasear por la kasbah. Pero no entre en ella desde el cafetín hacia arriba aunque las paredes encaladas y con azulón le atraigan. Vuelva a salir al jardín y llegue a la entrada del callejón de arena. Recórralo yendo hacia el fondo donde le pareció que no había salida, porque allí encontrará la mejor manera de entrar, como en Shangrilá, en un paisaje donde el tiempo es nuestro aliado, no nuestro enemigo, nuestro compañero de fatigas que camina tan despacio a nuestro lado que se detiene para alargar nuestro placer...”
Gracias, Arturo, y perdón por un comentario tan inmerecidamente largo por la parte de mis propios recuerdos viajeros...