Saliendo de Washington D. C., camino del aeropuerto de Dulles, decidimos hacer un alto para visitar el Cementerio Nacional de Arlington, en la ribera del río Potomac situada en el estado de Virginia. Hace una tarde insólitamente templada para el mes de febrero, y agradecemos la oportunidad de dar un paseo antes de encerrarnos en un avión para cruzar el Atlántico. Comenzamos a ascender por los senderos que serpentean por la ladera de la colina, a la sombra de árboles centenarios.
Pronto nos vemos rodeados por un océano de lápidas blancas, dispuestas en hileras perfectamente rectilíneas, con ese aire implacable que comparten la geometría y la muerte. Se me ocurre que si el silencio pudiese expresarse con una imagen sería esta: un ejército de piedras inmóviles proyectando sus sombras sobre la hierba.
Leo en el folleto que hemos recogido en el centro de visitantes algunos datos: el cementerio ocupa una superficie de 624 acres y alberga los restos de más de 320.000 personas, principalmente militares que han tomado parte en todos los conflictos armados que ha vivido el país desde su Guerra Civil. También están enterrados en él jueces, astronautas, médicos o deportistas que han prestado servicios excepcionales al país.
Miro a mi alrededor, intentando comprender lo que significan las 320.000 lápidas que ocupan todo mi campo visual. Se trata tan sólo de la punta del iceberg; representan una mínima fracción de los muertos en carnicerías tan colosales que superan nuestra imaginación: las dos Guerras Mundiales, Vietnam, Corea. Están incluso los caídos en lo que ellos llaman la Spanish War de 1898. Me acerco y leo el texto grabado en una lápida: William G. Windrich; Medal of Honor; US Marine Corps; Korea; May 14 1921 - Dec 2 1950. Voy a la siguiente: Leopoldo La Fortaleza; US Navy; World War II; Apr 9 1908 - Jun 11 1945. Trato de tomar conciencia de que cada una de ellas es una historia: 320.000 historias en las que seguramente se dan cita el valor y la desesperación, la dignidad y la locura, en guerras provocadas por causas de muy distinto aliento moral. Imagino a William Windrich en el oscuro invierno de 1950, preguntándose tal vez por qué estaba a punto de morir tan lejos de casa; y a Leopoldo La Fortaleza, pagando con su vida aquella espantosa lucha contra el totalitarismo. Mi mirada salta de un nombre a otro, de una fecha a otra, hasta que decido poner fin a mi curiosidad y volver al sendero para que el paseo no se me haga demasiado abrumador.
Saliendo a la autopista pasamos junto el memorial del cuerpo de Marines, con la famosa estatua representando a un grupo de soldados izando la bandera de las barras y estrellas en el monte Suribachi de Iwo Jima. En la isla de Iwo Jima, en 34 días de batalla murieron 4.197 soldados estadounidenses y 20.703 japoneses. Qué espanto.
Pronto nos vemos rodeados por un océano de lápidas blancas, dispuestas en hileras perfectamente rectilíneas, con ese aire implacable que comparten la geometría y la muerte. Se me ocurre que si el silencio pudiese expresarse con una imagen sería esta: un ejército de piedras inmóviles proyectando sus sombras sobre la hierba.
Leo en el folleto que hemos recogido en el centro de visitantes algunos datos: el cementerio ocupa una superficie de 624 acres y alberga los restos de más de 320.000 personas, principalmente militares que han tomado parte en todos los conflictos armados que ha vivido el país desde su Guerra Civil. También están enterrados en él jueces, astronautas, médicos o deportistas que han prestado servicios excepcionales al país.
Miro a mi alrededor, intentando comprender lo que significan las 320.000 lápidas que ocupan todo mi campo visual. Se trata tan sólo de la punta del iceberg; representan una mínima fracción de los muertos en carnicerías tan colosales que superan nuestra imaginación: las dos Guerras Mundiales, Vietnam, Corea. Están incluso los caídos en lo que ellos llaman la Spanish War de 1898. Me acerco y leo el texto grabado en una lápida: William G. Windrich; Medal of Honor; US Marine Corps; Korea; May 14 1921 - Dec 2 1950. Voy a la siguiente: Leopoldo La Fortaleza; US Navy; World War II; Apr 9 1908 - Jun 11 1945. Trato de tomar conciencia de que cada una de ellas es una historia: 320.000 historias en las que seguramente se dan cita el valor y la desesperación, la dignidad y la locura, en guerras provocadas por causas de muy distinto aliento moral. Imagino a William Windrich en el oscuro invierno de 1950, preguntándose tal vez por qué estaba a punto de morir tan lejos de casa; y a Leopoldo La Fortaleza, pagando con su vida aquella espantosa lucha contra el totalitarismo. Mi mirada salta de un nombre a otro, de una fecha a otra, hasta que decido poner fin a mi curiosidad y volver al sendero para que el paseo no se me haga demasiado abrumador.
Saliendo a la autopista pasamos junto el memorial del cuerpo de Marines, con la famosa estatua representando a un grupo de soldados izando la bandera de las barras y estrellas en el monte Suribachi de Iwo Jima. En la isla de Iwo Jima, en 34 días de batalla murieron 4.197 soldados estadounidenses y 20.703 japoneses. Qué espanto.
De vuelta a España, la imagen de los marines en Iwo Jima me aparece en el recuerdo superpuesta a la del océano de lápidas en el cementerio de Arlington.
La Tumba al Soldado Desconocido, la anaranjada llama que custodia los restos de John Fitzgerlad Kennedy...Sin duda uno de esos lugares con energía que se siente desde la distancia. Cinematográfico, literario y evocador. ¡Fantástico como siempre, Arturo!
ResponderEliminarDecía Paul Valèry. “La guerra es una masacre entre gente que no se conoce para provecho de gente que sí se conoce pero que no se masacra"
Realmente debió de ser impactante, Arturo. Cuando estuve en Washington no tuve la ocasión de visitarlo.
ResponderEliminarHay una peli que te transmite esa sensación de la que hablas, "Jardines de piedra"( 1987) de F.F. Coppola. Si no la has visto, hazlo, y verás cómo te transporta inmediatamente allí.
Interesante crónica, Arturo, y muy emotiva. Visité Washington D.C. en un viaje relámpago, lo que no me permitió visitar, como hubiese deseado, este lugar dedicado a homenajear a quienes dieron la vida por su país. En estos detalles se ve la grandeza de una nación: el ejército norteamericano, en el campo de batalla, no abandona a los heridos; en casa, la nación norteamericana no olvida a sus muertos. Tenemos mucho que aprender de esta gran nación.
ResponderEliminarMuy inspirada tu descripción del lugar: «un ejército de piedras inmóviles proyectando sus sombras sobre la hierba.»
Saludos
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ResponderEliminarMuy certero Valèry, Asdrúbal. Y también tu comentario. Es impresionante mirar desde la Tumba al Soldado Desconocido hacia el otro lado del Potomac y ver alineados allá enfrente el Lincoln Memorial, el obelisco del monumento a Washington y el Capitolio. Un lugar especial.
ResponderEliminarGracias por la sugerencia, Ario, tomo nota. Desde luego, ya el título me parece muy evocador.
ResponderEliminarLa próxima vez no te lo pierdas, Fernando. Es verdad que Arlington da mucho que pensar sobre la forma que tienen los EEUU de respetarse a sí mismos, y a hacerse respetar como nación. Como casi todas las empresas humanas, es una historia con luces y sombras, pero de la que, como dices, un país como España, con un debate identitario a menudo absurdo, tiene mucho que aprender.
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