Recientemente participé en una mesa redonda sobre la novela histórica española organizada por los amigos de Hislibris. Me gustaría compartir con vosotros las notas que sirvieron de base para mi intervención. Huelga decir que cualquier comentario será más que bienvenido.
Abrazos a todos y mis deseos de que 2011 sea el año en que podamos dejar atrás esta amarga crisis.
¿Quién construye el relato de la historia de España?
En los últimos días estoy viendo la serie de TV Los Tudor, que relatan los acontecimientos en la corte de Inglaterra durante los primeros años del reinado de Enrique VIII. Algunos de los personajes más prominentes son la reina Catalina de Aragón, hija de los Reyes Católicos, e incluso el propio Emperador Carlos V. Inevitablemente, dada la debilidad de la enseñanza de la historia en nuestra secundaria, quienquiera que vea la serie la tendrá como una referencia principal para interpretar aquel periodo.
Esto me lleva a la reflexión que quería hacer hoy aquí. En nuestros días, ¿quién construye el relato de la historia de España? No es una pregunta baladí. El nuestro es un país con graves problemas de identidad, a menudo cohibido por una corrección política definida desde los nacionalismos periféricos, o desde una izquierda con nostalgias republicanas. Abordar la historia de España desde los medios de comunicación masivos es un ejercicio que siempre entraña el riesgo de hacernos caer en uno de los extremos: la afirmación de España mediante un cierto nacionalismo conservador, esencialista e imperial, o su puesta en tela de juicio a través de la historia reinterpretada por los nacionalismos vasco o catalán. Para evitar riesgos, lo mejor parece ser la ambigüedad.
Un buen ejemplo es la serie Águila Roja, súper producción de nuestra televisión pública. ¿Dónde transcurre? ¿Quién es el Rey de España en ese momento? ¿Cuáles son los grandes temas de la agenda española y global en esa hora histórica? Mejor no arriesgarse a ofender a nadie, y situar la serie en un marco ficticio, impreciso.
En Los Tudor, Catalina de Aragón aparece como una mujer religiosa, pero ecuánime y leal. Durante la celebración de un torneo, el cardenal Wolsey se admira de su popularidad. Tomás Moro le responde: “Es la hija de Isabel y Fernando. Tal vez la gente piense que es como debe ser una reina.” Carlos V es todo un hombre de Estado, solvente y cabal. Uno diría que los ingleses han superado sus leyendas negras y han aprendido a contar su relato sin ofender a los demás. Nosotros aún no parecemos haber aprendido a contar nuestro relato sin ofendernos a nosotros mismos.
Y creo que en el mundo hay dos categorías de países: aquellos que escriben su propio relato, y aquello cuyo relato es escrito por otros.
Creo que la novela histórica puede ser un magnífico medio para construir un relato que llegue al gran público. Desde luego, me gustaría que mis novelas contribuyeran a ello. Tal vez por ello he escogido una época en la que abundan particularmente las ideas preconcebidas y los prejuicios: la de la España prerromana. Tanto lo celtibérico como lo carpetovetónico remiten a cualidades primitivas, atávicas.
Me gustaría contribuir a una novela histórica española que reúna las siguientes características:
Que ayude a construir el relato histórico de nuestro país, reconociendo la diversidad y la pluralidad de España, pero también el poderosísimo tronco de historia común. Que aborde nuestras grandezas con moderación y sentido crítico, y nuestros fracasos con afecto y ánimo constructivo.
Que ofrezca a los lectores historias veraces y divertidas, historias libres de prejuicios, que hagan pensar, que nos ayuden a conocernos mejor, a reconciliarnos con nosotros mismos. Historias abiertas, inclusivas, generosas, que no le sirvan de mercenario ideológico a ninguna visión parcial de España.
Que busque la calidad literaria, siguiendo los pasos de los grandes narradores españoles que han cultivado el género: Salvador de Madariaga, Miguel Delibes, Vicente Blasco Ibáñez. Y, sobre todo, el mejor ejemplo de todo lo que he dicho: Benito Pérez Galdós.
Obviamente, yo estoy muy lejos de poder contribuir con efectividad a esos objetivos. Soy muy consciente de mis limitaciones en términos de dedicación y de talento. Pero sepan, simplemente, que cualquier contribución que pueda hacer, trataré de que sea en esa dirección.
martes, 28 de diciembre de 2010
jueves, 2 de diciembre de 2010
El rostro de la Guerra Fría en el Paralelo 38
El 13 de noviembre visité la Zona Desmilitarizada que separa las dos Coreas y escribí el texto que sigue. No podía imaginar que, pocos días después, Corea del Norte atacaría la isla surcoreana de Yeonpyeong, causando cuatro muertos, dos de ellos civiles, y poniendo a la península nuevamente al borde de la guerra.
Esta mañana hemos visitado el último lugar del mundo donde aún permanece viva y tangible la Guerra Fría. Me refiero a la Zona Desmilitarizada (DMZ) que separa, a lo largo del Paralelo 38, a las dos Coreas.
El 25 de junio de 1950, el ejército del régimen comunista de Corea del Norte, con el apoyo de la Unión Soviética y de China, comenzó la invasión de su vecino del sur, buscando corregir el reparto de poder que el final de la Segunda Guerra Mundial y la desaparición del imperio japonés había dejado en la región. Estados Unidos, al frente de una coalición articulada por Naciones Unidas, acudió en auxilio de Corea del Sur, y la guerra que siguió dejó cinco millones de víctimas, el país devastado y la frontera aproximadamente en el mismo sitio en que estaba al inicio de las hostilidades. El armisticio (que no tratado de paz) firmado en Panmunjon el 17 de julio de 1953 puso fin a aquel colosal episodio de barbarie humana.
Desde el Observatorio Dora miro por el catalejo hacia Corea del Norte. Más allá de las alambradas y las casamatas, del altísimo mástil metálico con la bandera de la estrella roja ondeando perezosamente en su cúspide, veo difuminados en la bruma los pueblos del último país estalinista del mundo. Me estremezco pensando en la ferocidad de la dictadura que gobierna con mano atroz ese territorio de colinas extendiéndose hasta el horizonte. Un país donde uno de cada veinte ciudadanos es militar; donde la tercera parte del presupuesto nacional se dedica al ejército; donde el cadáver embalsamado del Gran Líder, Kim Il Sung, es adorado como un dios en un mausoleo que costó cien millones de dólares en una época en la que un millón de norcoreanos murieron de hambre; donde se estima que doscientas mil personas están encerradas en campos de concentración.
Bajamos con un casco en la cabeza y la compañía de un soldado a las entrañas de la tierra para visitar el túnel número tres, uno de los cuatro descubiertos hasta el momento que, partiendo de Corea del Norte, alcanzan el territorio del sur. Una vez terminado, hubiera permitido que treinta mil soldados cruzaran secretamente la frontera en una hora. Las familias coreanas y los americanos de la base de Seúl se agolpan en ese angosto espacio excavado a golpe de pico y de cartuchos de dinamita en la roca viva. Todo rezuma humedad y estupor: en las miradas hay más incredulidad que temor.
Corea del Norte ha probado misiles con un alcance de dos mil kilómetros y tiene probablemente armas nucleares. Son sus nuevos túneles, más largos y mortíferos que los anteriores.
Volvemos a Seúl con una sombra sobrevolándonos el alma. Hemos visto el rostro criminal de la Guerra Fría en la DMZ. Me pregunto cuándo decidirá China poner fin a esta locura. El mundo será un lugar mejor cuando eso ocurra.
Seúl, 13 de noviembre de 2010
Nota: todas las fotos son mías, excepto la del mástil con la bandera norcoreana, que ha sido obtenida de Wikipedia.