Es impresionante el número y la variedad de esculturas de animales que los pueblos ibéricos incorporaron a su monumentos funerarios; un conjunto excepcional de ellos puede contemplarse en las salas del Museo Arqueológico Nacional. Da la impresión de que todo lo que tuviera un porte suficiente, cuernos o colmillos y se sostuviera sobre cuatro patas podía ejercer la función de guardián de tumbas. Los hay reales e imaginarios, de todas las especies y procedencias: los leones de Pozo Moro, el toro y el carnero de Osuna, la osa de Porcuna, las esfinges de Agost y El Salobral, la leona de Baena, la bicha de Balazote, el grifo de Redován. Y hasta la cabeza del caballo de Font de la Figuera, que hace mucho que perdió de vista a su jinete.
Paseando entre ellas, siento que esas figuras siguen representando, más de dos milenios después de haber sido talladas, un anhelo de inmortalidad tan antiguo como el hombre. Ya nadie recuerda a qué príncipes o héroes custodiaron, pero todos sabemos bien a qué temores querían dar respuesta. Los guardianes de tumbas nos susurran al oído que todo cambia, excepto el alma humana.