A primera hora de la mañana del domingo Yarima, la joven contratada por el ayuntamiento para atender a los curiosos, me muestra el minúsculo
museo municipal de El Raso de Candeleda; después iré a conocer el famoso castro
vettón cercano. El lugar representa un modesto pero meritorio esfuerzo
por proporcionar contexto al visitante; esperemos que sea la primera de otras
iniciativas para poner en valor un patrimonio extraordinario. Más allá de una
miscelánea de objetos arqueológicos y una vitrina con entrañables testimonios
de los pioneros que excavaron el castro a las órdenes de F. Fernández Gómez en
los años 70 del siglo pasado –cuadernos ajados, cajas de lápices Alpino-, me
centro en el principal objeto de mi interés: la reproducción del altar a
Vaélico, un bloque de piedra granítica con el nombre del dios-lobo de los
vettones y la dedicatoria de un tal Ebureino de los Caraecios inscritos en
ella. Yarima me asegura con vehemencia que cuando se descubrió, cerca de la localidad, servía de pilar a un secadero de pimientos. El original está en el museo de Ávila y me prometo ir a visitarlo para ver si me alcanza la espiritualidad del dios, del mismo modo que la tarde anterior caminé, por una trocha entre robles y madroños a los pies de Gredos, hasta la ermita de San Bernardo o San Juan, en la dehesa de Postoloboso, construida sobre un antiquísimo santuario consagrado a Vaélico. Debe ser que perdura en mí algún resto del panteísmo mágico de los antiguos y estoy siempre atento al aliento con que respiran el paisaje, los objetos y la memoria.
No es poco significativa la resonancia lupina del topónimo, Postoloboso, y el hecho de que la ermita que hoy mantiene la función sagrada del lugar lo haga bajo la advocación de San Bernardo, protector y curador de la rabia canina. Un ejemplo fascinante de continuidad entre la antigüedad pagana y su adaptación cristiana. Además, según nos dicen expertos como Francisco Marco Simón, lugares como este bien pudieron servir como santuarios "de frontera" o "espacios rituales de convergencia", entre grupos con distintos componentes étnicos -en este caso vettones y carpetanos-, actuando como lugares donde establecer alianzas, celebrar ceremonias religiosas y jurídicas comunes y facilitar los intercambios comerciales. Bajo estas premisas, cómo no iba yo a ver en Postoloboso el lugar ideal donde pudo fraguarse la alianza entre vettones y carpetanos que hizo frente a la campaña de Aníbal Barca en el verano del 220 a. C. Y cómo no iba yo a ir a conocer el lugar con mis propios ojos y mi propia epidermis.
Fue una hermosa peregrinación hasta ese lugar, en la confluencia del Tiétar y el Alardos, donde el hombre lleva milenios adorando bajo distintos nombres a sus divinidades. Pero al llegar me llevé el chasco de comprobar que la ermita -a pesar de haber sido restaurada con dinero público- está en el interior de una propiedad privada, y un cartel de Prohibido el paso se interpuso entre Vaélico y yo. Tuve que conformarme con ver el edificio a la distancia de un tiro de piedra y prestar toda mi atención al entorno que me rodeaba.
El rumor del río colma el atardecer; la humedad se ha convertido en una sustancia extendida en el aire que lo impregna todo, cubriendolo de líquen y musgo. El río se transforma de pronto en una presencia que habla, que interroga, que sugiere secretos que no llega a desvelar. Antes de regresar, un último rayo de sol se imprime sobre un monolito de granito alzado junto al camino. Lo abrazo y siento que me habla de un modo que no puedo explicar, con más claridad y hondura que ningún dios que hayan inventado los hombres para dar nombre a sus temores.