Las grandes estelas de piedra del Bronce Final que salpican el oeste de la Península siempre me han parecido objetos de otro mundo, como si las hubiera desperdigado una lluvia de meteoritos llegados del espacio. La extraña esquematicidad de sus figuras, el simbólico desequilibrio de las proporciones le da a las imágenes una impronta ajena y remota. El gran escudos con sus herrajes y el carro parecen representar artefactos espaciales. El hombre tendido, con sus extremidades de alambre y su cabeza esférica como una escafandra da la impresión de flotar en un estanque de piedra. En la soledad del Museo Arqueológico la estela de Solana de Cabañas parece el cadáver de un antiguo objeto mágico, una olvidada ingravidez ritual solidificada en un betilo de pizarra.