Cuando se entra en la sala de Mesopotamia del museo del Louvre, la magnificencia de los restos de la antigua ciudad y el palacio de Sargón II resulta deslumbrante. Ahí están los colosales héroes domadores de leones, y los gigantescos toros alados que un día flanquearon los accesos. Son los shêdu, guardianes de las puertas. Tienen cuatro metros de altura, y sus cabezas humanas están coronados con tiaras divinas. Las paredes están cubiertas de grandes paneles de alabastro con relieves: el transporte de los cedros del líbano, escenas marítimas, desfiles procesionales.
Sargón II debía sentirse entonces amo del mundo, y quiso asegurar la perduración de su obra. Escribió: "A quienquiera que destruya la obra hecha con mis manos, que borre el recuento de mis hazañas, que Asur, el gran señor, destruya su nombre y su posteridad en la tierra". Pero el rey murió en 705 a. C., con su ciudad aún inacabada, y su hijo Senaquerib decidió volver a residir en Nínive, y y poco después Dur-Sharrukin fue enterrada por las arenas del desierto, hasta que muchos siglos después, en 1843, el cónsul francés de Mosul, Paul-Emile Botta, descubrió las ruinas y comenzó su traslado sistemático a Francia.
Saliendo del Louvre al esplendor de la tarde de final del verano en París, pienso en lo efímera que fue la gloria de Sargón II. Y si aún guardamos "el recuento de su hazañas", no fue por la voluntad de Asur, el gran señor, sino por la tenacidad de la piedra. Gracias a ella sabemos que, un día lejano, Sargón II decidió seguir el impulso de su corazón para alzar una ciudad, breve y hermosa como un espejismo, en el desierto.